«La despierta una banda de rufianes turnándose en su cuerpo sin vida, a veces más de uno a la vez. Al principio cree, no sabe por qué, que son campesinos borrachos que han invadido el castillo para saquearlo, pero pronto descubre, al recuperar algo su confusa mente, que son los caballeros de la corte de su padre». Este fragmento de Zarzarrosa, la magnífica y perturbadora recreación del cuento de la Bella Durmiente del escritor Robert Coover, me ha recordado estos días al caso de la francesa Gisèle Pelicot. Como en la ficción, esta mujer despertó un día para encontrarse con que una banda de cincuenta maleantes había abusado de ella, en este caso por sumisión química, todo ello orquestado y permitido por su propio marido.
A pesar de lo duro que está siendo para ella, la protagonista ha conseguido convertirse en un símbolo de la lucha feminista en Francia. Gracias a su actitud y a la decisión de no esconder su identidad y su rostro, le ha dado la vuelta a la tortilla: ya no es la Bella incapaz de despertar de la pesadilla, que sueña impotente con una sucesión de príncipes que la besan y la violan. ¿Cómo lo ha conseguido? Pues principalmente decidiendo que la culpa y la humillación no recaigan en ella, como viene siendo habitual en los casos de violencia sexual. Como bien sabemos, desde Eva y el relato bíblico, la culpa tiene nombre de mujer, y el sentirse culpable ante un hecho así suele ser la manera de seguir perteneciendo a un orden de protección familiar.
Gisèle Pelicot ha decidido no «pertenecer» más. «Desde que llegué a esta sala de audiencias —dijo en el juicio— me siento humillada. Me han llamado alcohólica, cómplice del señor Pelicot. He oído de todo, se necesita un grado de paciencia muy alto para soportar todo lo que tengo que escuchar».
Las mujeres vivimos bajo el influjo de la culpa. Sentimos culpa por no ser más productivas, por nuestro físico, por no poder cuidar mejor de los nuestros, por nuestros sentimientos, por los éxitos y fracasos. «Érase una vez —nos dice Coover— una niña más bien salvaje y testaruda que, ignorando las advertencias de sus mayores, subió a lo alto de una torre secreta, donde una anciana estaba hilando, se pinchó con un huso y se quedó dormida durante cien años». Sería bueno darnos cuenta de que, a diferencia de las narraciones infantiles en donde alguien (casi siempre un hombre) decidió el destino de los protagonistas, nosotras sí tenemos voz y voto en nuestra historia personal, familiar y nacional.