
Me pasé muchos años deseando crecer rápido. Tenía hambre de ser mayor. Ahora me da miedo hacerme vieja. Sí, lo sé. La alternativa a no envejecer es mucho peor. Pero me aterra pensar en ese momento en el que los años y las enfermedades hagan que yo deje de ser yo.
Somos crueles con las personas mayores. Hasta sin querer. Cada uno —cada familia, cada casa, cada caso— es diferente. Pero las formas de tratar a quienes ya tienen una determinada edad comparten muchas características: de la compasión innecesaria a la displicencia manifiesta pasando por la indolencia, la incomprensión y hasta el desprecio. Yo no quiero que sientan lástima —podría decir también pena, desagrado o repulsión— por mí cuando sea vieja. Y aunque confío en el amor como remedio a todas esas manifestaciones de edadismo, ¿cuántas personas quedarán para quererme cuando tenga 85, 90 o 95 años?
Cuidamos a nuestros bebés aunque no los entendamos, aunque no nos den las gracias; los alimentamos y los limpiamos, pasamos noches sin dormir aunque nuestra única recompensa sea ese calorcito y ese aroma que te regalan cuando los abrazas.
Se nos llena la boca diciendo que tenemos que comprender a los adolescentes, que hay que apoyarlos, que debemos ponernos en su lugar y recordar cuando nosotros teníamos 15 años.
«Quiérelo cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite». Así acababa la presentación que nos pusieron ayer en la primera reunión de padres, de la que salimos dispuestos a acompañar a nuestros niños en esta travesía que es encontrar su lugar en el mundo.
¿Y nuestros padres? ¿Y nuestros abuelos? ¿Cuánto lo necesitan? ¿Cuánto lo merecen?