Con la edad, menguan sorpresas y estupores. Visto tanto, el asombro te visita más esporádicamente. Pero siempre queda un huequecillo por donde se cuela lo imprevisto y el shock. Como el provocado por las andanzas de Errejón. Todos hemos visto a gente estupefacta ante la revelación de que alguien cercano es un criminal peligroso. ¿Quién lo iba a decir, quién lo iba a pensar de fulano, con lo majo que parecía? Quién lo iba a decir: progre de manual, carita de no haber roto un plato, gafitas de miope chapón y finas intervenciones parlamentarias. Uno sabe bien, por vida y profesión, que la perversidad y la malevolencia habitan a veces en sótanos de encantos y bondades aparentes. Estimaciones estadísticas fundamentadas calculan que solo en España habría unos 470.000 psicópatas «integrados». Tipos camuflados de normalidad, a menudo con éxito social y profesional, que no cruzan la frontera al crimen. Solo (es un decir) son «mala gente», y ejercen de tales como padres, como hijos, como jefes, como empleados, como novios, camareros o socios del Ateneo de su pueblo. Pero no se alistan al crimen, salvo eventual descontrol. Por la cuenta que les tiene. Cuenta que echan con destreza; son malvados pero no necesariamente tontos.
Así que, sorpresa incluida, todo normal. Pero va el ínclito y nos regala una perla dimisionaria, en formato tan epatante y ridículamente culto como significativo. Disfrazado de solemnidades y rimbombancias analíticas, confiesa ser víctima del virus de «subjetividad tóxica», del pernicioso estilo de vida «neoliberal», y de la radiación de fondo «patriarcal» de nuestro universo cultural. El señor Errejón tiene que saber lo siguiente: esas explicaciones intelectualizadas acerca de su propia degradación vienen a ser como las de aquel ladrón crónico que, en defensa propia, vino a decir «es que a mí el puñetero capitalismo y esa boñiga del respeto a la propiedad privada me trae a mal traer...». O aquel que tiró a su suegra por la ventana, para después lamentarse acerca de la fuerza de la gravedad y sus efectos. O aquel asesino machista que en Teixeiro me espetó: «Arrepíntome de tela matado, pero tamén digo, se non o fixera eu, faríao outro calquera, eh! Era moi filla de puta. É que abondan as mulleres malas. Pero bueno, eu xa a perdonei» (sic). Ya puestos, el informado Errejón podría terminar su misiva tal que: «Cuánto lamento que mi córtex frontal ventromedial no sea hábil para controlar los potentes impulsos sexuales que me envía el sistema límbico». No lo descartemos para el juicio.
Claro que los excesos neoliberales (el individualismo exacerbado, la ausencia de sentido de comunidad, el no a las regulaciones, el mayor beneficio como motor de búsqueda, un sálvese quien pueda) condicionan estilos de vida y comportamientos. Es meridiano que el patriarcado tiene impacto directo en la violencia machista. Pero cuanto más veamos hacia dentro, cuanta más sabiduría introspectiva, orteguiana e inteligente apliquemos a nuestro yo y sus circunstancias, más razones tendríamos para ser cuidadosos con nosotros mismos. Autocontrol. El buen domador bien conoce a sus fieras interiores. O lo vemos así, o el mal no tiene remedio. Porque toda maldad, por brutal que sea, tiene su explicación: genes, trastornos de personalidad, infancias traumáticas, neurotransmisores, socialización moral inadecuada. Pero la conciencia de ello también facilita y obliga a no sucumbir. Salvo en excepciones tasadas, siempre asoman unos gramos de libertad para ejercer la «agencia moral», para pilotar nuestro propio avión.
A mi juicio, el contenido de las reflexiones del señor Errejón no le excusan de nada. Más bien agravan su responsabilidad, al hacernos saber todo lo que él sabe. Si el neoliberalismo, el patriarcado, las peculiaridades neuroanatómicas y bioquímicas nos justificaran sin límite, nadie sería responsable de nada. Y al Código Penal le sobrarían casi todas sus páginas. Si Errejón quiere hacer algo decente, que pida perdón o se calle. O ambas cosas, y por ese orden.