En Gaza han fallecido, según el ministerio de sanidad de la Franja, más de 43.000 personas. En una reciente carta enviada al presidente Biden por un centenar de sanitarios estadounidenses, que han prestado servicio en suelo gazatí durante más de ocho meses, se afirma que el número de muertos puede rondar los 120.000. «Nunca había visto heridas tan horribles, a escala tan masiva, con tan pocos recursos. Nuestras bombas [las norteamericanas] están matando a miles de mujeres y niños. Sus cuerpos mutilados son un monumento a la crueldad», escribió el doctor Feroze Sidhwa, cirujano traumatólogo en un hospital de California, en la citada misiva.
Más allá de estas terribles cifras, injustificables, surge la deshumanización que lleva asociada esta guerra y la incomprensible inacción de la comunidad internacional. A los palestinos les han robado toda su dignidad como seres humanos y la sociedad occidental ha perdido toda su humanidad por haber permitido tal nivel de violencia y de atrocidad. Para algunos (generalmente de izquierdas), los palestinos son héroes. Para otros (generalmente de derechas), son simplemente villanos o terroristas. No son ni una cosa ni la otra. Las legítimas aspiraciones del pueblo palestino son muy humanas y dignas: una tierra donde vivir en paz.
Como todo, esta guerra tiene unos orígenes remotos, que se retrotraen al final de las dos guerras mundiales. Tras la primera guerra, franceses e ingleses se repartieron generosa y arbitrariamente los territorios del Próximo Oriente. Entre 1920 y 1948, Palestina, la llamada Palestina histórica, fue gestionada por el mandato británico y, finalmente, entregada en parte a un nuevo estado. Tras la segunda guerra, en 1945, se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con el fin de mantener la paz y la seguridad internacionales, así como fomentar las relaciones de amistad entre las naciones. Este organismo internacional nació, sin embargo, maniatado. Y así sigue. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (Francia, Reino Unido, Rusia, China y Estados Unidos) tienen el poder de vetar cualquier resolución. Es un organismo internacional lleno de contradicciones y de hipocresía: está formado por casi doscientos estados, pero controlado solo por cinco (y sus aliados). En este momento la ONU, pese a las buenas intenciones de su secretario general, es incapaz de cumplir los fines para los que fue creada. La paz no llegará a Oriente Próximo de su mano. Hay demasiados intereses cruzados en la región, internos y externos. La propagación del islam político o islamismo, cuyo retrógrado ideario se basa en la adaptación de la vida social y política a los preceptos religiosos islámicos, tampoco ha contribuido a pacificar la zona. Hamás, nacido al amparo de la primera intifada, es el principal grupo del islam político en Palestina.
La guerra en Gaza y la violencia extrema en los territorios ocupados de Cisjordania terminarán. Todas las guerras terminan. Después de la destrucción vendrá la reconstrucción. La paz no debería ser impuesta desde fuera. Debe germinar y crecer en los propios territorios palestinos.
Pese a todo el sufrimiento acumulado, el pueblo palestino no pierde la esperanza de vivir en libertad y con dignidad en su propia tierra. Son muchos los palestinos que gritan ¡fi amal! (¡hay esperanza!, en árabe). Este grito les mantiene vivos en los momentos más críticos.
Palestina me duele. Es una tierra en la que he vivido experiencias únicas, en lo personal y en lo profesional. Los defensores de los valores universales estamos obligados a pedir perdón por tanto dolor evitable y a llevar ante los tribunales internacionales a sus responsables. La humanidad tiene que volver a ser más humana. Sin humanidad no hay nada.