
Alguien me regaló hace poco un mote que al final no utiliza, porque es ya un escritor que sí escribe. Esa tarde, en el poso amargo de un descafeinado cualquiera se abrió de pronto una grieta hacia una profunda crisis en la que de una vez había que clavar la mirada. De frente. Sin buscar la ruta de escape que ha bosquejado la mitad de una vida que aún tiene que ser vivida.
Se escriben estas líneas otra tarde plomiza que llama también a café mientras suena, por enésima vez, una canción de sabor dulce que siempre se despliega en las despedidas más amargas. La de quien me la cantó por primera vez, un compañero de armas que tuvo que dejar la guerra demasiado pronto. La de quien me contaba que había ido por ella a un concierto durante un viaje por la misma autopista que poco después usó para huir. Y la más reciente, la más dura. La de un amigo que cuando tuvo que ejercer, decidió sin embargo empuñar un cuchillo con el que abrirme las entrañas.
Benvolgut suena mientras baila Oriol Pla, despojado ya de todo disfraz, en una escena catártica de Yo, adicto, la serie que brotó de un libro tan sincero, tan brutal, que por fin somos muchos los que nos hemos deslizado a través de nuestras grietas escarpadas y, liberados de los embozos, podemos declararnos rotos, aunque nuestros antifaces cotidianos no se hayan cosido con un rosario de drogas. Y comenzar a caminar de nuevo.