Hace días, mientras coordinaba la cobertura médica del campeonato de mundo de kárate, me llamaron para decidir si permitíamos que una joven de 15 años, que sufría una crisis de ansiedad que —dudosamente— podía atribuirse a haber recibido un pequeño golpe en la cara, continuase en la competición. Sus entrenadores nos comunicaron que estaba tomando medicación ansiolítica desde hacía tiempo y que ese tipo de crisis le ocurrían ocasionalmente si no lograba los resultados que esperaba. Lógicamente, la retiré, porque su estado no era, ni de lejos, adecuado. Estábamos en Italia, y mis colegas italianos comentaron la sorprendente frecuencia con la que veían a niños en tratamiento ansiolítico y antidepresivo en su práctica habitual, un poco como ocurre en España y por lo que luego vimos al hablar con otros médicos, en muchos países europeos. Poco después, me pidieron que evaluara a otra joven de la misma edad que tenía una erosión en un párpado tras un golpe, que amenazaba con causar una inflamación que podría dificultar su visión durante uno o dos días. A esta segunda me costará olvidarla. Me miró, firme, y en excelente inglés me pidió que, por favor, le permitiese continuar. Que la curase para poder seguir. Ni siquiera me lo dijo, pero —sin que yo sea Sherlock Holmes— sabía que para ella era importante que lo hiciera. Lógicamente, le advertí que si el párpado se hinchaba y su visión se veía comprometida por la inflamación, no le permitiría seguir en la competición, pero que si ello no ocurría, me limitaría a vigilarla.
La primera chica era europea, de un país con un PIB que lo coloca en lo que llamamos «primer mundo». Uno de los que tienen como fármacos más prescritos a los ansiolíticos y antidepresivos desde hace varias décadas. Un mundo acelerado, muchas veces falto de contacto humano real; lleno de desafíos constantes, artificiales y más falsos que las sombras y las historias sobre Santas Compañas y demás espectros que en la noche imponían miedo a nuestros antepasados. Un mundo en el que la ansiedad se ha convertido en un tema común del que no se sustraen los niños, que viven —por si ello no fuera suficiente— con frecuencia sobreprotegidos frente al fracaso. Esa ansiedad puede manifestarse de diferentes formas: desde preocupaciones constantes e incontrolables que acompañan a cuadros sin una base física de cefaleas, trastornos gastrointestinales, incapacidad de concentración, insomnio y hasta depresión, hasta ataques de pánico que nos paralizan por completo. Es importante recordar que cada persona experimenta y maneja la ansiedad de manera diferente, y que no es culpable de su respuesta, que muchas veces está mediada e influida por factores ajenos a ella, y que sobre todo en los niños, es importante intentar que la ayuda para gestionar correctamente esa respuesta se haga con la mínima ayuda farmacológica posible.
La segunda chica tiene otras prioridades y preocupaciones a las que enfrentarse, que probablemente son mucho más estresantes y angustiosas —de una manera más tangible— que las de la primera. Es palestina. Y logró que el himno de su país sonase en un foro internacional al coronarse campeona del mundo.