El ocio es una barbaridad. No hay un euro. Pero todo está petado. Una ciudad como A Coruña o Vigo un sábado por la noche es un lleno absoluto. Vale todo. Encender las luces de la Navidad o que Bryan Adams excite la nostalgia de un público que pasaba bastante de los cuarenta, los cincuenta y los sesenta.
Los locales de hostelería están llenos. Los restaurantes, los locales de copas, las discotecas. El vermú se ha convertido en una cita ineludible. Pero lo que más garantiza hoy un éxito es organizar cualquier concierto. Los bolos, como les llaman los artistas, son la bomba. A Coruña tuvo al mismo tiempo llena la ciudad y abarrotado el Coliseo, en las afueras, con el concierto de Adams. El mismo recinto que llenó Estopa y que petará Raphael dentro de seis días. Se abarrotan también las salas de conciertos más pequeños. Da igual que sea pop que salsa que jazz. Por supuesto, arrasan los grupos tributo. Otra vez, la nostalgia tirando de los que nacieron en los años sesenta, setenta, ochenta. Luego sucede que nadie llega a fin de mes o lo hace asfixiado con números infrarrojos en su cuenta bancaria. Le echamos la culpa a la economía. Pero el París que era una fiesta de Hemingway se ha quedado muy pequeño en este siglo XXI. Raquítico para lo que está sucediendo. Aquí, siguiendo con Hemingway, es como si siempre fuese san Fermín.
Los precios están por las nubes, lo que no parece afectar a que todo el mundo tiene planes de finde. No solo en su ciudad. Hacemos salidas a otros lugares en los vuelos supuestamente baratos. Planificamos excursiones en nuestra propia comunidad, para perdernos en el silencio de las bellezas del interior. A veces, no hay mejor manera de encontrarse que perderse en ese silencio de O Caurel, en zonas donde la falta de cobertura es una bendición. No hay tregua para el ocio. Estamos protagonizando una escapada sin final. Preguntados los expertos de este bum, dicen que es fruto de la pandemia. El golpe del encierro de la pandemia fue brutal. Dejó sus señales en la ruina interior de nuestras mentes. Todo el mundo quiere celebrar su cumpleaños como si no hubiese un mañana. Es impresionante. Y lo mejor son las ganas de contarlo. Todos estuvimos en el mejor concierto. Todos asistimos al cumpleaños irrepetible de un amigo. Todos vivimos la noche de nuestras vidas en esa escapada al norte de Portugal. Esta sed de festejar se está convirtiendo en una necesidad. Encima, como siempre sucede cuando nos invitan, la comida homenaje fue la mejor a la que asistimos. Lo gratis siempre encanta. No falla. Y, a pesar de la brutalidad de los precios en esas cenas o conciertos, a pesar de la salvaje crecida de los precios en la bolsa de la compra, no dejamos de hacerlo. Son pocos los que se quedan en casa. La tentación vive en cualquier convocatoria. Así sucede que se llenan también los recintos deportivos. El Celta se llena. Se llena el Dépor. Se llena el Breo. Se llena el Leyma. Todo gusta. El caso es airearse, no vaya a ser que el año que viene toque otra pandemia.