Cada vez que me siento en una sala de vistas para seguir un juicio como periodista acostumbro a mirar cara a cara a los acusados. Me gusta observar sus gestos, analizar sus reacciones e imaginar cómo fue el exacto momento en el que todo cambió en sus vidas. En el que cada uno de ellos tomó una mala decisión que le perseguirá ya para siempre. ¿En qué segundo de aquella madrugada del 3 de julio del 2021 Diego Montaña, Alejandro Freire, Kaio Amaral y Alejandro Míguez —junto a dos menores— decidieron convertir una noche de copas con amigos en el día en que mataron a un joven entonces anónimo, Samuel Luiz?
De la lista queda ya excluida Katy Silva, la única de los acusados que ha sido absuelta por el jurado popular. Era de esperar. No puede condenarse por asesinato a quien no dio ni un solo golpe ni azuzó a los demás en la pelea. Era novia de uno de los agresores y amiga del resto. Estaba en el lugar equivocado con las personas equivocadas, pero de ahí a que fuese una asesina hay un mundo.
El de Samuel ha sido catalogado como un caso de homofobia, pero más que por odio a su condición sexual a la víctima se le golpeó hasta la muerte, en mi opinión, por factores distintos. Tristemente más comunes. Por esa violencia que siempre ha existido en el ocio nocturno pero que en los últimos años, especialmente tras la pandemia del coronavirus, no para de aumentar en su brutalidad. En el caso de Samuel no es un puñetazo o una patada. No es un empujón y unos insultos. Es una cacería sin compasión y en manada. Una jauría que persigue a su presa, desvalida, hasta matarla no por un golpe mal dado, sino por la acumulación de decenas de ellos. Sin compasión. Sin empatía. Ni tan siquiera cuando el pobre chico está ya en el suelo incapaz de moverse.
Al margen de que cada vez es más frecuente el uso de armas blancas, con consecuencias muy graves o letales, en Galicia —e imagino que en toda España— son muchos los juicios por lesiones con deformidad que se ventilan cada año en las audiencias provinciales. Noches de copas que terminan mal, con una discusión que se acalora y una agresión con punto final, por ejemplo, en forma de vaso de cristal estrellado contra la cabeza o la cara del oponente. Un gesto que se convierte en ese segundo que cambia vidas. Esas historias siempre acaban igual, con un juicio en el que la fiscalía pide cuatro, cinco o seis años de prisión, que casi siempre se quedan en dos en la condena. Una rebaja que evita al implicado entrar en la cárcel, pero que va acompañada de indemnizaciones de más de 10.000 euros. No trunca vidas, pero sí las sacude.
En el caso Samuel sí hay vidas destrozadas. Por supuesto, la de la víctima y las de sus familiares y amigos. Especialmente la de Lina, la chica que le acompañaba cuando lo mataron. Pero también las de los agresores, a los que tendemos a ver solo como verdugos, merecedores del castigo que les impongan. Sin embargo, al mirarles a los ojos, no puedo evitar querer saber en qué segundo decidieron convertirse en asesinos y por qué la sociedad es cada vez más violenta.