Café de Trieste

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Edgardo Carosía

01 dic 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Estaban de paso por Madrid Paul y Nicoletta, un matrimonio italiano amigo desde hace muchos años, y fui a cenar con ellos en El Comercial. Les pregunté por Trieste, la ciudad en la que viven y por la que yo siempre he sentido debilidad. Situada en un rincón de Europa («en una doblez del mapa», decía Jan Morris), es un lugar fascinante, la ciudad-frontera por antonomasia. Eslovenia está a cinco kilómetros del centro, Croacia a dieciséis; pero el verdadero confín es la propia Trieste. En ella todavía vaga el espíritu del Imperio Austrohúngaro al que perteneció, y junto a las iglesias católicas se alzan un templo greco-ortodoxo, otro serbo-ortodoxo o una sinagoga. A veces, ese limbo en el que parece existir Trieste ha llegado a ser literal, como cuando, después de apropiársela Alemania en la Segunda Guerra Mundial, fue una «ciudad internacional», mientras se decidía si se iba con Italia o con Yugoslavia. Todavía hace veinte años vi un sondeo que decía que el 70 % por ciento de los italianos no sabían que Trieste estaba en su país.

Recuerdo la primera vez que fui, hará unos treinta y cinco años, a ocupar en la universidad un puesto de lector de español que luego no salió. Recorrí Trieste solo (decía Rilke que es una ciudad de solitarios en la que «hasta la presencia de un perro parece excesiva»). Paseaba por la gigantesca Piazza Unitá, la más grande de Italia, un prado abstracto, una explanada frente al mar. Me sentaba en el Muelle Audace, que se interna en el turquesa del Adriático. Me tomaba cafés con nata en el Caffè degli Specchi, rodeado de los fantasmas de los escritores. En Trieste empezó Joyce el Ulises, Stendhal El rojo y el negro, Rilke sus Elegías, Burton su traducción de Las mil y una noches… Hay algo en la ciudad que inspira a escribir y yo mismo incurrí en la grafomanía local tomando unas notas en una servilleta de papel del Caffè degli Specchi que todavía conservo. Pero la verdadera poesía de Trieste siempre ha sido el comercio, al que rinde homenaje la vieja Bolsa, mientras que su prosa está en el viejo puerto, un puerto alemán en el Mediterráneo, inspirado en el de Hamburgo y que llegó a ser uno de los más importantes del mundo (fue un barco triestino el primero en atravesar el canal de Suez). Todavía retiene su prestigio, aunque ahora ya no lo frecuenten mercantes con cargamentos exóticos, sino, sobre todo, petroleros. Pero si uno busca el Muelle 7, un poco apartado, dejará atrás el olor a combustible y notará el aroma penetrante del café arábigo, que es la especialidad de Trieste.

Volví otra vez, de camino a la guerra en Yugoslavia. Soplaba con fuerza la bora, el furioso viento atávico del norte que dicen que vuelve loco, como un prólogo de lo que iba a venir. Y a mi regreso, cuando desperté en el hotel, las sirenas de los barcos que iban a Estambul y a El Pireo me parecieron el sonido de la paz. Todavía regresé una vez más unos años más tarde, cuando mi hermana estudiaba en Venecia. Para entonces ya comprendía mejor Trieste, que para existir precisa de la nostalgia. Como los espejos del Caffè degli Specchi, el reflejo es la verdadera realidad de esta ciudad que resume el texto que es Europa y le pone un punto final, o unos puntos suspensivos. He buscado aquella servilleta de papel en la que escribí hace tantos años y ya casi se ha borrado. Sin embargo, de cuando en cuando me llega el aroma de una cafetera en un bar y, sin mirar, me digo «Illy», que es la marca histórica triestina. Y siempre acierto, porque todavía recuerdo el aroma del Muelle 7 de Trieste.