A la mujer afgana
OPINIÓN
No puedo ver, tampoco lo necesito, porque con la mirada ensombrecida puedo disfrutar en toda su intensidad de los otros sentidos. Los percibo a través de un líquido en el que estoy sumergido y que destila paz. Estoy en el vientre de una mujer, tan unido a ella como si fuéramos una sola carne. Lo más parecido a un sufrimiento es no poder apreciar todo el amor que me transmite. Lloro desconsoladamente cuando noto que algo está arrastrándome al tiempo que percibo una claridad que no necesitaba.
Todo ha salido bien, oigo comentar, mientras mi angustia va en aumento. La mujer me acoge en sus brazos. Me siento seguro. Es mi madre. Aprecio con más intensidad el amor que me dedica al sentir el tacto de sus dedos cuando me acaricia o la señal indeleble que sus labios dejan en mi cuerpo al besarme con avaricia.
Mi madre ya nunca me abandonará. En la niñez y adolescencia el vértigo de vivir plenamente no me ofrece un descanso para observarla, si así fuera la vería siempre atenta a mis movimientos y hasta mis sueños estarían en su punto de mira; en su lucha diaria para conseguirme un alimento que ella misma echa en falta.
Un buen día, aquella niña que fue tu amiga durante años, hace un gesto, te dedica una mirada o dice una frase que hace que te fijes en ella de otra manera. Ya la consideras especial y necesitas su compañía; cuando estás a su lado el mundo se reduce a vosotros dos. Otra mujer. Vuelvo a tener los sentidos alerta. Es mi novia, será mi mujer y seremos, también, una sola carne.
Todas las mujeres que se cruzan en nuestras vidas son una sola: la mujer. Alter ego entre todas ellas. Y ella, la mujer, también somos nosotros, una sola carne, de ella nacemos, con ella nos alimentamos, con su presencia evocamos sentimientos jamás intuidos de otra manera.
Esconder a la mujer, no sentirla a nuestro lado es hacer desaparecer una parte de nosotros, uno de nuestros órganos vitales, nuestra destrucción como seres humanos. Intentar relegarla a un olvido imposible es producto del propio temor a no poder olvidarla, del miedo a su ausencia, del pánico, en definitiva, a reconocer nuestra total dependencia. Y ese es el proceder de los débiles y de los cobardes, de aquellos que necesitan de las armas como prótesis necesaria para sus cerebros vacíos, de los mismos que pueden despreciar al ser humano porque no tuvieron, ni tendrán, la posibilidad de saborear la vida como tal, su ausencia de sentimientos por no tener a la mujer evocadora a su lado se lo impide.