
Cuando de funcionariado se trata, andamos los columnistas con pies de plomo. En España existen tres millones de empleados de la Administración pública que tienen un empleo para toda la vida, con un sueldo blindado y unas prebendas (como lo de Muface) que ya quisiera el resto de los españoles. Pero también tienen marido, mujer, padres, hijos, cuñados (aunque este no sea más que un mal menor), con lo que esos tres millones se convierten en veinte, es decir, que claramente tienen quien los defienda. Por eso el funcionariado se parece mucho a la grasa del jamón de Jabugo, que penetra en la carne dejando un sabor inconfundible.
Yo, que soy un insensato, declaro aquí mi discrepancia con la resistencia que muestran los funcionarios a ser atendidos por la sanidad del Estado, ese ente que les da de comer tan bien. Ganar unas oposiciones a la función pública es como bajarse del tren en marcha e instalarse plácidamente en el país de nunca jamás. En el tren siguen su larga ruta el resto de los españoles: en primera los más ricos, en segunda los empleados y en tercera los autónomos. Y no me digan ustedes que tercera ya no existe, porque entonces tendré que colocarlos corriendo detrás, por la vía.
En el funcionariado, como diría el replicante de Blade Runner, he visto cosas que no creerías. Cosas que también he visto en la vida real, pero cuyas consecuencias eran bien distintas. Tal vez la Seguridad Social sea una manera de acercarnos los unos a los otros un poco más.