
Caminábamos a su paso por una explanada amplia, camino de la misa de doce. Intentábamos sortear las sombras que tapaban el sol de invierno, brillante e ineficaz, y escapábamos de los cruces de vientos que generaban corrientes en los huecos entre edificios. Hablábamos de estos días de fiesta. Recordaba cuánto le gustaban a mi hermano, que murió a los 59 años sin dejar de ser el niño de la casa. Lo echa mucho de menos, pero más estos días en los que él ejercía de chaval glotón y larpeiro mientras desplegaba a su alrededor un intenso nerviosismo esperanzado que crecía con la cercanía de la Fiesta de Reyes. Pedía a menudo regalos casi imposibles de encontrar, como un aparato al que terminamos llamando «el platillo volante»: una radio roja y panzuda que, además, reproducía cintas de casete cuando ese soporte había desaparecido del mercado años antes. Pero mi hermana, no sé cómo ni dónde, dio con uno. Nada nos parecía tan importante en Navidad como los regalos de Luis. Recordando esas cosas, mi madre me contó que, en su niñez, los Reyes siempre les traían naranjas y me parece que nada más. Por lo visto les bastaba. «Daquela gustábanos todo máis», dijo. «Agora xa imos fartos». Y lo explicó brevemente.
Me pareció lapidaria como tantas frases suyas y me la repetí varias veces para que no se me olvidara antes de anotarla: «Daquela gustábanos todo máis». Hablaba de los años de la guerra y de los primeros cuarenta. Recordaba, por ejemplo, el pan de su casa, «menos esclavo» que el de otras casas porque su padre era molinero y sabía cómo sacarle más partido al trigo o descascarillar la avena que utilizaban para hacer «unhas papas riquísimas».
Llegamos. Le pedí que no se arrodillara. Ni caso.