Ahora que se han acabado los excesos familiares, las comilonas y los gastos desmedidos, llegan esos días en que no se celebra nada y que, en realidad, son los que nos hacen felices. Seguro que no recordaremos ni el 7 de enero ni el 8 ni el 9 ni el 10, pero los vamos a vivir con esa tranquilidad ligera de los días normales. Esos que no marcamos de ningún modo en el calendario, que no se quedan fijados en el recuerdo, y que, sin embargo, son nuestras horas vividas. Los amaneceres y anocheceres de rutina, tan poco alabados, son los que encierran la alegría de lo que se parece más a la felicidad. Porque están llenos de instantes en los que no nos ha pasado nada, nada bueno, pero tampoco nada malo, nada extraordinario ni nada terrible, nada difícil ni nada que nos haya acelerado el corazón. A mí, tal vez por esa sinrazón de un martes cualquiera, por esa inercia de dejar pasar el tiempo sin más, esos días me parecen que guardan el misterio de la vida. Son agujeros negros en nuestra memoria, momentos intrascendentes que nos acogen y nos abrigan como si nos sobrara el tiempo. Mañana y pasado serán así: iremos a trabajar, los niños volverán al cole, nos sentaremos a ver la televisión en el sofá, cogeremos un libro al acostarnos y no nos pasará nada. Nada más que lo mejor de la vida, aquello que no recordaremos y que sucedió cualquier día normal.