Algunas padecemos una aversión existencial a abandonar la sala de cine por terrible que sea lo que en ella se proyecta. Ese aborrecer la retirada alcanza también a los libros, aunque llegar hasta el «Fin» adquiera a veces una épica maratoniana y culminar el último capítulo sea un avanzar por las líneas sin que ni una sola de ellas inmute al área de Wernicke, que como se sabe es una de las tres que pone en marcha el cerebro para activar tu comprensión lectora. Quizá todo tenga que ver con el carácter sagrado que le concedemos a algunas cosas, la más cultural el pan, tantas veces transmutado en dios en esas misas que te hicieron atea que seas incapaz de enviarlo sin pensarlo al polvo, aunque lo que desdeñes sea más un arma letal que un cacho de masa, haya sido madre o no. Perturba menos, de hecho, deshacerse de unos percebes arrancados a las Cíes por mariñeiros osados que se jugaron la piel por recolectar esas uñas divinas. Qué contradicción.
Todo esto para que conste la importancia de dejar a medias una película, en este caso la subrayada La sustancia, que abandonamos como se abandonan los zapatos viejos. Cada escalón que asciende hacia la cumbre de obra del año resuenan más fuertes nuestras pisadas dejando la sala a hurtadillas, con las butacas llenas de chavalas que seguro entendieron mejor el código excesivo y rechamante de Coralie Fargeat para denunciar el horror que se cierne sobre los cuerpos de las mujeres. Sabrán ya a estas alturas de qué va el asunto, esa Demi Moore tan parecida a su personaje, presentadora de éxito en caída crepuscular, que pacta con el diablo como antes otros y a quien el diablo se la cobra como antes a otros. Lo denuncia la Moore desde su belleza de sesenta tacos en la que intuimos los mismos sacrificios que denuncia.