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De todas las virtudes conocidas de José Mujica, la más flagrante es su capacidad para la lógica. Igual que el protagonista de Bienvenido Mister Chance, un jardinero más bien limitado que con sus acotaciones sobre la vida vegetal parecía proyectar metáforas que iluminaban las crisis económicas y políticas más retorcidas, del Pepe nos deja perplejas su capacidad para tener más razón que un santo. De ahí su éxito, porque es difícil contradecir a quien prefiere seguir con su vida en la chacra de las afueras de Montevideo que ocupar el palacio presidencial. Y así con todo.
Esa capacidad para desnudar la realidad hasta dejarla en el chasis la está teniendo también ahora para desnudar la muerte hasta dejarla en los huesos. Lo inusual es que lo esté haciendo con su propia desaparición, un apagón vital inminente al que el otro día se refirió con una contundencia doliente. El lamento no venía por el miedo a ese tránsito químico hacia la nada, sino por el empeño de los demás en dejarlo aquí cuando su tiempo está agotado. Y ahí está otra vez la lógica del uruguayo, porque, cuando lo normal es pedir minutos a la prórroga, él exige que llegue ya el final y que nadie le ponga palos en un camino inevitable. La paradoja es que su plegaria resuena luminosa, quizá porque lo que hoy se estila es ponerle trampas a la muerte, a la vejez, a la decadencia, como si lo contrario fuera de cobardes o de indolentes. Ese proclamar la normalidad de la muerte pone las cosas en su sitio, carajo. Y es otra vez de una lógica que aplasta. Esa lógica que resuena en cada una de las letras de su último testimonio público: me estoy muriendo. En realidad, como todos.