
He cambiado varias veces el título de esta columna antes de enviarla al periódico. Era el adverbio lo que me perturbaba. Lo escribía. Lo borraba. Así una y otra vez, hasta que decidí incluirlo en la cabecera de esta columna. Quizá porque siempre queda un lugar para el optimismo. Un horizonte más claro. Una centella de luz. Y un «casi» es la medida de nuestra esperanza. Por eso lo he incluido arriba. Aunque, para ser completamente sincero, mi pesimismo es cada día mayor. Creo que el mundo está al revés. Que lo que está sucediendo en España actualmente es un signo de deterioro abrumador, absurdo y soez. Burdo, en definitiva. A los ciudadanos nos infravaloran. Somos marionetas en manos de ese nuevo vocablo que denominan relato. Como si fuésemos personajes de un cuento que alguien escribe por nosotros, que somos incapaces de rebelarnos: adormecidos, vetustos, anestesiados. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón: sigue siendo, tristemente, cierto. La pesadumbre es el sentimiento de cualquiera que abra bien los ojos y observe, sin más.
Hace ocho días, los sindicatos se manifestaban contra la oposición de este país. Algo inaudito y, probablemente, un episodio imposible en cualquier democracia avanzada. Han salido a la calle con una consigna política diáfana: la derecha quiere bajar las pensiones. Y algunos, los fieles, han tragado el anzuelo y felizmente —como personajes del relato— narran la perfidia y maldad de la derecha. Sin embargo, el relato nada tiene que ver con la verdad. Y la verdad poco tiene que ver con los sindicatos, que solo se escuchan cuando picotean el lomo de conservadores y liberales, rara vez contra el mal denominado progresismo.
Hace ocho días unos pocos cientos de personas salieron a la calle en una de las jornadas más vergonzantes, en mi opinión, de la historia sindical. Porque lo que ha sucedido en España, lo que sucede, es que quien gobierna no puede gobernar. Los de Junts no dejan de repetirlo (ahora con la reducción de la jornada laboral prometida por Yolanda Díaz): «Sánchez debe consensuar cada medida». Manda mucho, pero no gobierna. Carece de una mayoría parlamentaria que lo avale. Por eso busca «votos hasta debajo de las piedras». Sánchez precisa suplicar a su socio independentista fugado, Carles Puigdemont, para que lo apoye: decreto a decreto. La pasada semana volvió a insistir en ello. Y nadie lo sacará de ahí.
España está sumida en la ingobernabilidad absoluta. Ahora se habla con insistencia de los presupuestos del 2025. Si se aprueban, será a costa de una nueva humillación para este Gobierno que, a la humillación, le llama negociación. Ahora mismo no existe un guion de gobernanza para España, un cauce, un proyecto de país. A Sánchez parece no importarle. Su guion es mantenerse un día más en el cargo. No cabe mayor despropósito.
Lo cantaba Jacques Brel: «En algunos terrenos, el fracaso es casi inevitable». Casi. O inevitable, sin más.