Reto demográfico: peajes, Macron y una procesión en Viveiro

Simón Rego Vilar PUNTO DE VISTA

OPINIÓN

MABEL R. G.

16 feb 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

«Es el peaje por vivir en el paraíso». Estos días, en estas mismas páginas, una familia hablaba de paraísos próximos y de peajes —en la sombra, no explicitados, pero si vividos—. Cuando hablamos del reto demográfico como problema y la creciente surcoreanización de las tasas de fertilidad —ya no solo por debajo de la tasa de reposición de 2,1 hijos por mujer, sino en camino de bajar del 1,6 (y una tasa por debajo de dicho umbral implica que cada generación será, sin inmigración, una cuarta parte más pequeña que la anterior)—. En ocasiones es bueno partir de pequeñas historias que nos marcan el paso y nos obligan a «pensar lento» sobre ciertos consensos que parecen inamovibles. A mediados del siglo pasado, en una obra deliciosa, un viveirense, de los de la antigua Rúa de Abaixo, actual Pastor Díaz, «ministro del Tribunal de Cuentas», Ramón Canosa, nos relataba el proceso iniciado para suprimir el Juzgado de Primera Instancia de Viveiro, en aras a un supuesto principio de eficiencia, y los efectos que ello conllevaría: «Desarticula el cuadro de autoridades, que es uno, único, y, por lo tanto, invisible; desmantela la partida del tresillo del Casino y abre una brecha en la presidencia de las procesiones».

Decía hace unos días el presidente Macron que la fuerza de una nación reside en su habilidad para generar tasas de natalidad «dinámicas», y parece existir un consenso en que las nuevas políticas de «rearme demográfico» pasan por alterar la «función de utilidad» de quienes toman la decisión de tener hijos, incrementando el tiempo y el presupuesto disponible, a través de bonos y permisos. Esta idea la planteaba un Nobel de Economía, coetáneo de Ramón Canosa, en los 60 y parece el único camino que se quiere explorar —y no evaluar—. Por el momento los resultados no son alentadores, el éxito solo se ha constatado en una dirección: la capacidad de reducir las tasas de fertilidad cuando se ha decidido —China o Corea del Sur—, pero el camino contrario se muestra esquivo. A esta problemática se añade la derivada de la desigualdad desde el punto de vista territorial del proceso, el despoblamiento de las áreas eminentemente rurales, pero no solo, y las transiciones en marcha —ecológica y digital— y sus efectos ya evidentes.

En tiempos convulsos, en los que se prometen «revoluciones de eficiencia», aplicando la dieta «Twitter» a gobiernos, cabría plantearse si problemas complejos como los vinculados al reto demográfico y democrático de la despoblación y la sociedad de la longevidad no requieren cambiar el foco y el marco, restar protagonismo a las «tasas de crecimiento» y centrarnos en su dirección. Dejar de pensar exclusivamente en la «eficiencia de las medidas» y hacerlo en los «impactos» desde el punto de vista de la sostenibilidad económica, pero también social y ambiental. Defender el «derecho a que la gente viva donde quiera» (en palabras de Letta: «La libertad de quedarse») pero en condiciones equivalentes y sin peajes, aunque sean en la sombra. Para esto es necesario un nuevo pacto territorial que defina el rural como un espacio funcional de oportunidades, y no ya como un espacio de soluciones desde lo urbano, bonos y permisos. Recordando a Canosa, importan los intangibles y el protagonismo integral de las comunidades locales.