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El desapego o la sensación de engaño con la política de CiU, bajo el patrocinio primero de Pujol y luego de Artur Mas, deriva de aquellos años ochenta, cuando se cuestiona el grupo Banca Catalana de Jordi Pujol.
La indignidad comienza el año 84, cuando los fiscales Jiménez Villarejo y Mena presentaron la querella contra los directivos de Banca Catalana. Ese 30 de mayo, Pujol, desde el balcón de la Generalitat, dijo: «El Gobierno de Madrid, el Gobierno central concretamente, ¡ha hecho una jugada indigna! Y a partir de ahora, cuando se hable de ética, de moral y de juego limpio, podremos hablar nosotros, pero no ellos». La querella se inactivó en noviembre de 1986 cuando el pleno de la Audiencia Territorial de Barcelona (42 magistrados) no halló indicios suficientes para procesar al presidente de la Generalitat. Pujol dijo entonces: «Nos quieren confiscar la victoria electoral y nos quieren robar la honorabilidad». Y Cataluña entera se lo creyó.
Nacieron los «buenos catalanes» y los botiflers. Nadie quiso acordarse de los «otros catalanes», los charnegos. Luego siguió el 3 %. Y la geometría variable, donde CiU alternó posiciones con socialistas y populares para sostener sus gobiernos, y ellos sostener su poder.
La gran crisis del 2008 llevó a la mayoría simple de CiU en el 2010, ya con Artur Mas y su campaña de «España nos roba». La crisis y los recortes le hacen enfrentarse a los indignados en junio del 2011, cuando Mas necesita los helicópteros para llegar al Parlamento. Es el «punto de viraje» de las políticas de CiU, que culmina en el 2012 con la expulsión por la CUP de Artur Mas, el nacimiento de Puigdemont y la exaltación independentista. Hasta la confrontación del 6 y 7 de septiembre del 2017 y las leyes de desconexión y la aplicación tardía del 155. Llega el desmesurado 1 de octubre y luego Junts se va a Waterloo. Cataluña y España se desangran y desde entonces la justicia y la judicatura son ineludibles en la política española.
Algo que no sucedió en los atentados del 11 de marzo del 2004. Entonces, la judicatura se mantuvo sin dejar torcer su quehacer por discursos, presiones y versiones de una de las mayores campañas para alterar la realidad que debimos de soportar los españoles. Incluidos los intentos de los portavoces populares para que declarara en el Parlamento otro terrorista. Hasta hoy, que un Junts convertido en lobi de los intereses de sus dirigentes y de algunos grupos de presión ha logrado la indignidad de forzar, en una comisión de investigación sobre los atentados de Barcelona y Cambrils, la presencia de un terrorista sentenciado y aceptar su afirmación, sin pruebas, de que el Estado estaba al tanto del atentado. Una indignidad que se prolonga entre aquella decencia de Jordi Pujol en el año 1986 y la de Carles Puigdemont, y su conspiración, con el terrorista de Ripoll y los migrantes, ahora.
Es Junts, fue CiU. No es Cataluña. Sean cautos quienes con ellos traten.