
En el año 2005, el polaco Karol Wojtyla moría 27 años después de haber sido elegido papa de la Iglesia católica. Durante los días siguientes a su fallecimiento, en Roma se debatía sobre el perfil del sucesor, convencidos algunos de que el repliegue ultraconservador de Juan Pablo II había ensimismado a la Iglesia y la había aproximado a la irrelevancia. En aquellos años, Europa se reivindicaba laica cuando no atea; en el sur de América las sotanas y sus complejos de superioridad europea empezaban a ser desplazadas por religiones sincréticas que habían brotado de lo protestante e incorporado sin complejos los cultos locales, y hacia el este la impronta del polaco muerto había quedado borrada con el cerrojazo a la era Walesa. En cuanto a África, un religioso gallego que había consumido buena parte de su vocación en una misión explicaba, extramuros, el despiste presuntuoso de la curia, empeñada en regir con normas incomprensibles la vida de personas que eran católicas por amistad con el predicador y siempre que no se violentara su esencia cultural. Aquellos días se apostaba por un sucesor progresista que rectificara el rumbo a veces reaccionario de Wojtyla, pero del cónclave salió el alemán Ratzinger. Unos años después, ese salto que se reclamaba parecía haberlo dado el argentino Bergoglio, para los católicos más clásicos una especie de anticristo que hoy pelea con un tropiezo de salud grave. Los vaticanistas vaticinan un cónclave encarnizado, aunque desde fuera de la Iglesia lo que se ve es una institución que discrimina a las mujeres por el hecho de serlo y a los homosexuales por el «mariconerío» excesivo de los seminarios (dijo Francisco) y que sigue exigiendo celibato y soltería a pesar de sus consecuencias. Nada parece haber cambiado tanto.