
Han transcurrido tres años desde la invasión del Ejército ruso. Recuerdo con espanto la kilométrica fila, la procesionaria verde de cientos de tanques rusos penetrando en Ucrania. La débil aviación fue destruida los primeros días de lo que iba a ser un conflicto exprés que se resolvería en una semana. No fue así y el valeroso pueblo ucraniano, con un ejército pequeño y mal armado, resistió heroicamente pagando un altísimo tributo en sangre con miles de muertos.
Mariúpol, la ciudad mártir del territorio ambicionado y reivindicado por Moscú, el Donetsk, primer botín de guerra del dictador Putin, sufrió un asedio apocalíptico, una suerte de sitio de Stalingrado a escala. La ciudad, de 450.000 habitantes, fue arrasada completamente y los últimos soldados ucranianos que resistían en el complejo metalúrgico Azovstal se rindieron el 20 de mayo al Ejército ruso. La bandera blanca estaba llena de sangre ucraniana. No nos olvidamos de la bella ciudad y del bombardeo salvaje de su teatro, donde se refugiaban mujeres y niños que fueron masacrados. Mariúpol fue coventrizada. Zelenski no es Churchill, pero sigue vigente la frase célebre de «sangre, sudor y lágrimas» cuando escribimos acerca de los horrores de la guerra.
Pero de pronto hay «un sheriff nuevo en la ciudad» y anuncia que está gestionando el fin del conflicto. Quiere cobrar con intereses la aportación de la anterior Administración estadounidense al Gobierno ucraniano en armamento bélico, que Trump cifra en 350.000 millones de dólares que concedió el Gobierno Biden. Al margen de cierta exageración de las cuentas, el nuevo presidente ya pidió a Zelenski el reintegro de la ayuda americana en un surtido de las llamadas tierras raras, de las que el país ucraniano tiene grandes reservas mundiales. Trump exige hasta 21 minerales estratégicos que van desde el litio o el escandio hasta el cerio o el itrio.
Con este botín da por saldada la deuda y convierte al dictador Putin, ahora su aliado especial, en el ganador de una invasión que perdió el pueblo ucraniano, con miles de muertos y diez millones de exiliados y refugiados.
Es la trumpmanía, el populismo supremacista que convirtió Ucrania en la nueva «Trumpcrania» en el corazón de la vieja Europa, incapaz de plantear una respuesta solidaria.
Estos días nieva sobre la nación ucraniana. Centenares de pueblos y ciudades están sin electricidad, sin gas. Hace mucho frío en el Donetsk, mientras el recuerdo piadoso por los muertos es como nieve que se derrite entre las manos.