
La paz no se vende, la justicia no se vende, los derechos humanos no se venden». Proclamaba el irlandés Bono en un concierto en Santiago de Chile en 1999. Eran tiempos. Ahora se mata incluso por las tierras raras. Recorriendo el entorno del Campo de Zeppelin de Núremberg en una tarde calurosa de verano a uno se le hacía difícil pensar que entre aquellos senderos arbolados, lagos suaves y naturaleza amable, que la gente disfruta con paseos y actividades deportivas y recreativas, pudo haberse concentrado el mayor volcán de odio de la humanidad.
Al lado languidecen las ruinas de lo que un día quisieron convertir en fastuosas construcciones de la supremacía y la xenofobia, una versión faraónica del altar de Pérgamo como gran escaparate de la propaganda más venenosa de la historia. Se necesita un día entero para hacer la digestión de la cascada de horror del Centro de Documentación en que fue convertido el palacio de congresos nazi. Todo el conjunto ideado para la gloria del régimen del terror levantado en gran parte por manos esclavas y prisioneras. Y uno se pregunta si el abuelo de Alicie Weidel, la líder de Alternativa para Alemania, también desfiló por aquella explanada con sus botas lustradas y otros miles de miembros de la SS.
El eco de los desgarradores testimonios de las víctimas del Holocausto en la sala del Palacio de Justicia de Núremberg aún produce insomnio. Allí se fijaron los cimientos de una Justicia internacional que, con sus fallos y aciertos, tanto ha costado ir consolidando. Un muro que los colegas de Alice en el despacho oval parecen dispuestos a demoler sin importarles quién quede aplastado debajo.