
No hablar con desconocidos es uno de los primeros consejos que una recibe en la vida. Es así como se empieza a intuir que más allá de la burbuja dorada de la infancia existe otro mundo, mucho más turbio y enrevesado. Ahora otra advertencia tan recurrente como aquella, para niños y mayores, es la de no coger el teléfono a comunicantes anónimos. Muchos han tomado esta máxima como norma de vida para no contestar jamás una llamada que no esté grabada previamente en la agenda con nombre y apellido. Colgar y bloquear número es ya un tic asimilado que hace crecer hasta el infinito la lista de líneas canceladas.
La medida parece segura, pero tiene fisuras. Por mucho que la mayor parte de las llamadas de procedencia desconocida resulten ser una estafa, más de uno ha comprobado que, de pronto, una de ellas resulta relevante, vital incluso. La inteligencia artificial no ha cubierto ese vacío de desconfianza. Activar en el teléfono el sistema de identificación no es fiable todo el tiempo. Hay comunicaciones legítimas, algunas de organismos oficiales, que aparecen marcadas como «fraude» sin serlo. Por eso las nuevas medidas del Gobierno para evitar estafas por suplantación de identidad mediante llamadas y SMS, o las que vendrán para prohibir comunicaciones comerciales desde números de móvil, son bienvenidas y bienintencionadas, pero la picaresca corre más rápido.