
A veces, desde mi dura grada de sombra y frío del campo de rugbi que se encuentra en las instalaciones de La Torre, mientras contemplo entre mis amigos del CRAT a los pilieres de ambos equipos que empujan como si les fuera la vida en ello (en una especie de sogatira inversa) sin avanzar un palmo, me llegan desde un campo más pequeño, de fútbol alevín, que se encuentra a nuestra izquierda unos gritos, jaleos y aplausos entusiastas: un niño de seis años ha metido un gol. El goleador de inmediato se vuelve dando saltos y se abraza con sus compañeros, como si le pagaran un millón de euros y estuviese jugando en Primera División. Y se le empieza a notar un aire de afectada suficiencia. Se deja felicitar condescendiente. En la grada, los padres —y sobre todo las madres— muestran un entusiasmo desproporcionado. Entretanto, los jugadores del equipo contrario —niños de seis años ellos también— regresan a sus posiciones cabizbajos y humillados.
En cambio, los míos, que son todos unos animales, que empujan, corren, patean, se pasan el pepino con mejor o peor suerte, apenas se abrazan para aumentar la fuerza, para defender o atacar; y cuando ensayan, que así se llama colocar el balón tras la línea de palos, les aplaudimos lo justo, no vaya a ser que se nos vengan arriba. Y el equipo ganador, cuando el partido termina, hace de inmediato un pasillo para consolar y felicitar al perdedor. Luego se lo llevan de cervezas.
Ojalá que esos niños, cuando pasen veinte años, se hayan venido a nuestro campo.