
Empiezan a hacernos caso. Los de las carreras de letras siempre hemos sido los apestados. Un clásico es que nos llamasen «letrasados» a los que nos matriculábamos en titulares de humanidades. Salvo Derecho, no había salidas laborales para los que seguíamos la vocación por la literatura, la historia o la filosofía. Nos repetían una y otra vez que estábamos abocados al paro. La sociedad está girando. Y, aunque los estudios de ingenierías y ciencias siguen siendo los que más rápido encuentran trabajo, las empresas se han dado cuenta de que necesitan pensamiento, ideas, creatividad, conceptos. Algo que solo te dan disciplinas como la filosofía. Nunca se ha leído tanto como ahora. Eso es así. Pero leemos en corto. Wasaps, mensajes en redes sociales, titulares, textos y subtítulos en vídeos de TikTok o de Instagram. Todo a una velocidad de vértigo. Nos enteramos del mundo y de las consecuencias de lo que sucede como si fuésemos montados en una lancha rápida, dando saltos y palos de ciego sobre el océano de la realidad. Solo profundizamos cuando nos detenemos a leer de verdad. La Xunta ha decidido regular una hora de lectura para el próximo curso. Los chavales la necesitan más que nunca. La lectura será sobre todas las materias. Perfecto. Todo es cultura, la cultura clásica y la científica. Pero tenemos que dejar de sobrevolar las cuestiones. Hay que dejar la lancha rápida del móvil y volver a la lectura reposada. Regresar al papel. A los libros, a los periódicos. Esos objetos que no necesitan enchufe ni batería. Que te los puedes llevar debajo del brazo a cualquier sitio. Que siempre los puedes tener a mano. En un maravilloso libro de conversaciones entre Ignacio Peyró y Valentí Puig, los dos explican que hemos perdido la conexión lógica que te llevaba de niño a disfrutar con Julio Verne para abrir, cuando crecías, los tomos de Proust. Ese enganche a la lectura que recuerdo perfectamente. Aquellos tomos ilustrados de Emilio Salgari o de Verne que hacían que te convirtieses al vicio de los libros. Poco a poco, pasabas de Salgari a Conrad, o de Los tres investigadores o Los cinco a Los miserables. Todo tiene su tempo. El vértigo de hoy no deja poso. Dice Valentí Puig que nos estamos suicidando cuando creemos que un clásico es un fósil, cuando despreciamos a Velázquez o a Bach. El edificio del ser humano necesita cimientos. Esos cimientos sólidos solo los dan los libros de toda la vida. Las películas en blanco y negro. No nos podemos cargar siglos de arte y pensamiento y creernos que nos vamos a educar a golpe de clic en la pantalla del móvil, que es extensión de la mano. El papel vuelve a ser necesario. Estudiar en papel te lleva a ejercitar la memoria visual. A recordar la respuesta a una pregunta por haberla subrayado en el libro de texto. Eso no sucede con la lectura sin criterio en pantalla. Es bueno que los colegios den pasos hacia recuperar el poso que queda con el peso de emplear horas en terminar una obra que te está fascinando. Los aforismos de esa barra de bar enloquecida que es muchas veces X no nos darán ese conocimiento. Pueden ser pistas, pero las puertas de las bibliotecas las tienes que abrir tú. Ahora, las empresas quieren filósofos e historiadores que les den criterio. Y me alegro.