
Dice la ministra de Ciencia, Innovación y Universidades, Diana Morant, que «la universidad se la están cargando deliberadamente los que piensan que es un negocio». Traducido: las universidades privadas están destruyendo su propio negocio. Y lo hacen, además, de manera consciente y a propósito. ¿Cómo llamaríamos a unos agentes económicos que se portan de una manera tan descabellada? ¿Locos? ¿Idiotas? Quizá el problema radique en la competencia lingüística de la ministra o del titular de El País.
Entendemos lo que quiere decir: las privadas son malas por ser privadas y están destruyendo las públicas, como si estas no pudieran destruirse ellas solas, sin ayudas externas. Las privadas compiten entre sí y con las públicas; las públicas también compiten entre ellas. Solo pueden competir en calidad, porque en precio siempre gana lo público: más barato aunque el coste real por alumno sea mayor que en las privadas. La libre competencia, como es lógico, eliminará las universidades de precios altos y calidad baja, porque nadie querrá pagarlas. Las públicas de alto coste y baja calidad sí sobrevivirán, porque no compiten en los mismos términos, salvo que la tragedia demográfica las vuelva innecesarias. Entonces caerán también los chiringuitos refugio de los niños mal de la gente bien, como decía un filósofo bromista.
Claro que esto no siempre depende del número de alumnos: hay chiringuitos con muchos estudiantes y centros excelentes con pocos. Hablar de la universidad, precisamente, en los términos simplistas y contradictorios que ha utilizado la ministra parece un mal comienzo de un debate. Si vamos a debatir sobre la universidad, conviene hacerlo con más rigor que consignas y eslóganes.