
Cada vez que me subo al coche y pongo música en la radio escucho las mismas canciones, treinta o cuarenta, que se repiten en bucle. Y pienso en los centenares de miles de temas que se deben escribir, cantar y grabar en el planeta cada año y que inmediatamente se pierden en la estratosfera como la basura espacial, sin que jamás llegue de ellas a nuestros oídos una sola nota. Eso mismo pasa también con los libros, que es lo que a mí me toca más de cerca. La tarea de un editor recuerda a la de un pescador con nasas, que lanza al agua los artefactos para ver lo que entra. Nosotros lanzamos cada libro a las librerías a la espera de que el cliente curioso pose sus ojos sobre él, lo tome en sus manos, lea la contraportada, se acerque a la caja, lo pague y salga como un cazador afortunado del establecimiento. Pero hay libros que, siendo extraordinarios, no llegan a nada, y nadie sabe por qué. Todos los editores guardamos algún tesoro en un cajón, que abrimos de vez en cuando, miramos, suspiramos y volvemos a cerrar con pena. Mi amigo el traductor Miguel Temprano me contaba el caso de Caía una lluvia intensa, del americano Don Carpenter, publicada en 1966 y que el año pasado Miguel tradujo al español para Trotalibros. Una novela carcelaria, dura, extraordinaria... e invisible. A mí esto me paso con una novelita que me entusiasma titulada El tiempo ausente, de un filólogo español afincado en Perú, Crisanto Pérez Esain. Y cada vez que abro el cajón y la veo se me salta una lágrima.