
Lo inevitable sucedió: musulmanes afincados en Lalín han solicitado de forma reiterada al alcalde, José Crespo, que se elimine el cerdo de los menús escolares. Y el alcalde, de manera impecable, respondió lo que hay que responder: que una persona venida de fuera no puede pedir que cambiemos nuestros milenarios hábitos y costumbres, que en Lalín se trata bien a los que son de otros lares y que son ellos quienes tienen que adaptarse a nosotros y no al revés. Alto y claro.
No es la primera vez. En Birmingham ya pasaba algo similar hace una veintena de años. Por supuesto que no existe ninguna invasión musulmana programada para llevar a cabo un paranoico gran reemplazo, pero lo que está pasando en Lalín —¡la patria del cocido!— va a extenderse por toda Galicia, y las protestas, tímidas ahora, van a dejar de serlo. Pura dinámica social.
Todo ello es, también, la muestra del gran desastre en que se ha convertido la gestión de la emigración en Europa. Que necesitamos emigrantes es un hecho objetivo e incontrovertible: o cerramos industrias y servicios y nos encerramos en casa o hay que abrir las puertas. Pero hay que hacerlo con orden, cálculo y, también, dejando las cosas muy claras a quienes llegan: aquí no admitimos burkas, cabezas cubiertas de las chicas en las clases o matrimonios forzados. Lo ejemplificó muy bien José Crespo hablando de la emigración gallega a América y a Europa: «Cando fomos alí non chegamos e quixemos impoñer as nosas normas». Es lo que les toca ahora a otros: sean bienvenidos, coman ustedes en su casa lo que quieran, pero las leyes y reglamentos no las toquen. Y nuestro cerdo y nuestro cocido son sagrados.