
La crítica situación que vivió toda la población peninsular de España y Portugal el lunes con el gran apagón eléctrico, de proporciones inusitadas, da pie a plantearse una felicitación y numerosas preocupaciones. La felicitación es para toda la sociedad, que, aun perdiendo de golpe las más elementales posibilidades de organización de su vida diaria, demostró su madurez y afrontó la incidencia con el mejor ánimo para superarla, sin caer en ningún momento en el pánico colectivo. En cuanto a las preocupaciones, que van creciendo a medida que pasan las horas, todas tienen un denominador común: la enorme fragilidad de un sistema que creíamos muy avanzado, desarrollado y fiable.
Nada de eso es cierto. No puede ser tan avanzado cuando cinco segundos son suficientes para trastocar la vida de 58 millones de personas. No puede estar tan desarrollado cuando ni siquiera existe un plan B que impida la caída en cascada de todo el sistema eléctrico. Y no se puede confiar en él porque ni el Gobierno ni las empresas productoras pueden asegurar que no vuelva a fallar por sorpresa en cualquier momento.
Aunque la población resistió como pudo, los daños personales y colectivos fueron tan grandes y diversos que resulta imposible encuadrarlos en números, y mucho menos resarcirlos siquiera en parte. El mayor daño, ya irreparable, han sido las tres personas fallecidas en Taboadela por la mala combustión de un generador eléctrico, que necesitaron encender para mantener funcionando un respirador.
Esta tragedia incomparable es hoy motivo de duelo en Galicia y de lamento colectivo en toda España. Constituye hasta ahora la mayor calamidad sufrida y quedará como el peor signo de una jornada aciaga en la que todos los ciudadanos sin excepción sufrieron perjuicios y perdieron algo. Desde los que se vieron atrapados en coches, trenes y aeropuertos a los que no pudieron regresar a sus casas o atender a sus familias. Desde los que iban a entrar al quirófano o necesitaban una urgencia sanitaria a los que se quedaron solos, a oscuras, incomunicados y sin ayuda durante muchas horas. Desde los que asumieron pérdidas en sus negocios o perdieron productos perecederos a las empresas que tuvieron que parar la producción. Nadie salió indemne.
Y nadie sabe tampoco por qué pasó. El Gobierno y la Unión Europea descartan que se haya tratado de un ciberataque, pese a que esa posibilidad está en todas las conversaciones y llena el espacio público de rumores, suposiciones y teorías de la conspiración, alimentadas desde el primer momento por descabelladas redes sociales que no respetan los principios del periodismo responsable. No parece cabal atribuirlo a un fenómeno atmosférico, puesto que la jornada era normal, y España vive con frecuencia olas de calor y de frío que requieren mucha demanda de electricidad, pero nunca se colapsó de esta manera el sistema. Y a día de hoy continuamos sin evidencias suficientes de que se debiese a un accidente operativo o a un sabotaje informático.
Tampoco sabemos cuánto tiempo durará la incertidumbre o si algún día se aclarará, ya que todo lo que ha hecho el Gobierno es crear una comisión de investigación. Es decir: casi nada. Porque, por la experiencia que tienen los ciudadanos, muchas veces estas comisiones solo sirven de subterfugio para que pase el tiempo y se diluyan las respuestas y las responsabilidades.
De lo que sí tiene evidencia toda la sociedad es de que el sistema eléctrico español no es sólido y robusto, sino frágil y endeble. Lo que debiera ser considerado el primer elemento estratégico del país, esencial para el funcionamiento de la vida personal y colectiva y para la propia seguridad de la población, ha quedado marcado como el gran fracaso.
Sea cual sea la causa que lo provocó, para la sociedad es difícil de entender el solo hecho de que pudiera producirse. ¿Cómo es posible que dos países enteros dependan de una simple avería, de un accidente o de un ataque sofisticado? ¿Cómo es posible que la supuesta isla energética que es la Península no esté preparada para impedir un fallo en cadena y mucho menos un colapso total? ¿Cómo se explica que los tiempos de recuperación se demoren durante horas? ¿Cómo se puede asumir que los trenes se paren, los aeropuertos entren en situación crítica, los semáforos se inutilicen, los cajeros no funcionen y las redes de telefonía dejen de operar?
Son demasiadas debilidades que un país serio no se puede permitir. Y, sobre todo, indican que el diseño de la red no está hecho con conciencia de lo que soporta ni tiene recursos de reajuste en caso de fallo. Superar esa fragilidad debería ser la tarea más urgente de los responsables del país, que son todos los que se sientan en el Consejo de Ministros y en el Congreso de los Diputados.
En primer lugar, su obligación es garantizar la producción de energía, puesto que sin ella hasta las actividades más sencillas se paralizan y su ausencia causa un coste insoportable para la población. Ahora que todos somos conscientes de la dependencia que tenemos de ella, es el momento de sustituir los debates de cariz ideológico por los de utilidad pública. Asegurar el suministro requiere favorecer la generación por todas las fuentes sostenibles, desde la eólica tan denostada por algunos grupos, a la hidroeléctrica y la nuclear, que dan solidez al sistema, como demuestran Francia y otros países europeos.
Y una vez garantizada la producción, es necesario establecer protocolos que aseguren la continuidad del servicio, impidan una caída global como la vivida y garanticen que en el peor de los casos no se vean afectados servicios esenciales, como la circulación ferroviaria, la operatividad de los aeropuertos, la cobertura telefónica y el acceso a internet.
Y requiere también otras obligaciones de los responsables políticos. En primer lugar, propiciar el consenso en este asunto clave, en lugar de aprovecharlo para la rivalidad electoral, que puede ser políticamente interesante para ellos, pero es totalmente estéril para la sociedad. Además, deben afrontar con firmeza el problema real, que es la fragilidad del servicio eléctrico, en lugar de intentar escabullir responsabilidades. Y, desde luego, están obligados a ser leales y veraces con su pueblo, que no ha podido ser más ejemplar.
Solo así se podrá superar algún día este gran fracaso.