
Hubo el lunes una especie de algarabía desbordante por el apagón. Fíjate tú. En A Coruña lucía un sol espléndido, el primero descarado del año, y por la tarde, a medida que la conexión avanzaba hacia el cero total, los seres humanos se lanzaron a las calles, a la playa, a los paseos, a los bancos, a los parques infantiles, en una especie de celebración espontánea, colectiva y ruidosa que sonaba a liberación. Fue difícil localizar un miga de preocupación, una mirada desolada, un ay, lo que demuestra una confianza encantadora en el sistema, aún cuando el sistema se desploma y te deja a ciegas.
Como la pandemia nos entrenó para el apocalipsis y salimos bastante enteros de él, hemos desarrollado un nihilismo jaranero en el que las prioridades están claras: si llega el fin de mundo, que me pille en una terraza trasegando garimbas. Quizás fue sugestión, pero por un momento el mundo parecía haber retrocedido unas tres décadas. Los seres humanos ocuparon las calles con el móvil en la mano a la espera de pillar señal, pero como el «sin servicio» se convirtió en pertinaz y el iPhone devino en un cacho de plástico y metales inútiles, la decisión colectiva fue la de encomendarse a Escarlata O'Hara: «Después de todo, mañana será otro día». Puede que fuese sugestión, pero incluso vi a niños que jugaban con sus padres y volvían a casa con la amenaza de la luna en la espalda haciendo equilibrios en el borde de una acera. Muy loco todo.
Al margen de una cierta deriva distópica, los apagones no tienen muy mala prensa. Reactivan la emoción de las velas y los cuentos de cuando entonces, en los años en los que se iba la luz y su vuelta casi siempre arruinaba una buena historia y una gran velada. Y arrastran una tesis: animan las alcobas. Lo veremos en enero.