
Lamine Yamal. 17 años. Luz. Alegría sobre el tedioso césped. Pero le estamos pidiendo cuentas por su pelo dorado, sus gafas de sol, sus bailes, sus declaraciones... Sin tener en cuenta que es un chaval al que Thierry Henry le pide en directo su camiseta. Un niño sobre el que Rio Ferdinand indica que no importan las estadísticas porque él es la razón por la que la gente se levanta del asiento en sus casas y en un estadio. Un adolescente elogiado por el mismo entrenador que ha logrado un 3-3 en Barcelona porque «solo nace un futbolista cada cincuenta años». En su carrera y en su vida personal, Yamal acertará y se equivocará, como todo el mundo. Pero, de momento, tiene el derecho de ser un niño, y su comportamiento en este tsunami está siendo ejemplar. A todos los audaces inquisidores que le preguntan si va de sobrado habría que preguntarles qué opinaban en su día de Romario, Ibrahimovic, Cristiano Ronaldo… Porque el fútbol, desde que es fútbol, es un vergel de egos. Un Romario cercano a la treintena espetaba en España: «Si no salgo, no marco». «Un Mundial sin mí no merece la pena verse», dijo Zlatan Ibrahimovic con 32 años tras la eliminación de su selección, Suecia, para participar en la Copa del Mundo de Brasil. «No hay nadie más completo que yo. Ni Messi ni Neymar ni nadie», aseguró Cristiano Ronaldo a la misma edad que el sueco. «Ha llegado mi hora. El momento de decir... Sí, soy el mejor jugador del mundo y he luchado mucho por ello», comentó Vinicius, tras ganar el premio The Best con 24 años y después de haber abierto una crisis por no haber ido a la gala del Balón de Oro porque daba por sentado que era suyo. Ojalá a todos se les hubiera preguntado desde su niñez sobre su arrogancia. Porque sí que estaban creciditos, en todos los sentidos.