
Lo primero que se me vino a la cabeza con el último habemus papam fue la popular sentencia española de «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», por la rapidez de la elección y la alegría de los fieles. La recuperación por parte de los medios del mensajero que -como Filípides, el soldado que inventó la maratón por dar la noticia en Atenas de la victoria sobre los persas- reveló el nombre del papa Francisco hizo las delicias de miles de ciudadanos, católicos o no, que esperaban impacientes. Es el cardenal protodiácono, es decir, el más veterano, que apenas tiene unos breves segundos para triunfar y hace lo que puede. Y por fin el papa perfecto. Norteamericano de los buenos, prolatino, peruano como Vargas Llosa, joven como yo -que estoy encantado de haber descubierto que soy católicamente joven-. Y encima habla español. Qué más se puede pedir. Lo cierto es que al ver el desarrollo de los acontecimientos y documentarme con las películas sobre el tema (de las que les recomiendo la descacharrante Habemus Papam, de Nanni Moretti) he sentido una profunda nostalgia de mi infancia, de los primeros latines -rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa-, que los que íbamos por ciencias debíamos abandonar, yo con gran disgusto.
Ahora ya solo queda recoger los lutos y los confetis y volver a los aranceles, los apagones y las masacres, pero también a las olas de las playas, los pimientos de Padrón y las verbenas de las afamadas orquestas gallegas. Y, si da tiempo, el que quiera, que vaya a misa.