
Dicen que fueron los Estopa los que cantaron este estribillo que se corea en toda España, mucho más allá del planeta Barça: «Lamine Yamal, cada día te quiero más». Es patrimonio nacional. Ya lo fue en la Eurocopa. Es un futbolista como la copa de un pino. Le cambia los terrenos al lateral y al central que dobla para intentar pararlo. Es un espectáculo. Un dibujo animado en el ventrículo izquierdo de la defensa rival. Los cose a ataques cardíacos. Los porteros no saben por dónde va a ir el balón. Tiene 17 años. ¿Puede ganar el balón de oro con esa edad? Claro. En un año confuso para elegir rey, es el único que ha explotado como un cohete. Él o Pedri. Lamine hace que los contrarios empiecen bravos y terminen mansos. Les hace verónicas, pases de pecho. Les falta esperarlos a puerta gayola. No los regatea. Los torea. Y lo hace como las figuras del toreo utilizando además de la muleta, el balón, el cuerpo.
Yamal agita muchísimo los espacios. Tiene una inteligencia para el juego tremenda, como subrayó Flick. No es lo que pone en marcha con el balón, es lo que genera sin la pelota, con solo moverse. Ha crecido de una manera exponencial como asistente. En su repertorio de pases de gol, esconde de todo. Asistencias directas. Pases filtrados entre líneas. Amagos y amagos para luego deleitar con su especialidad: levanta la cabeza y la pone con el exterior de la bota donde le da la gana. Esta es una de sus delicatesen. No es un balón al área más. Sabe tensarlo para que vaya como una banana de fuera a dentro con el objetivo de que Raphinha solo tenga que poner la cabeza o el pie. Su velocidad es de gran premio de moto GP. Su frenada es poderosa. La finta es otro de sus recursos de bailarín de la banda. Pero ojo a sus disparos desde lejos. Saben a red, son un grito de gol. Qué mala uva. Le da con veneno. Se va de la izquierda hacia el centro y, aunque le sigue una escolta de rivales, cuando engatilla, el portero necesita un desfibrilador. Hasta san Courtois lo sabe. Si le mete ese efecto, el gol está en la mochila del crío. Solo lo detienen a lo salvaje. Otro al que tiene que cuidar los árbitros con la ley en la mano o nos quedamos sin el único fútbol que merece la pena: el espontáneo, el del potrero, que dicen los argentinos, el del patio del colegio, el de la calle.
Ese balón que dio en el palo en la semifinal de la Champions y que pudo ser el 2-4 al Inter le hará crecer y creer. Para la edad que tiene, la cabeza está amueblada. No estará en la final de este año, pero levantará orejonas. Y, para que no sufran más los hinchas del Madrid, que piensen que le debemos una Eurocopa y que podemos apuntarle este junio una Liga de las naciones. Y en el futuro, si los defensas no se lo cargan con entradas de plomo, por qué no, un Mundial. Es tan distinto a todo que disfrutan de él sus rivales. No es un jugador que venda entradas, vende estadios repletos. Se para y clava al defensa. Arranca y lo pone a correr. Se vuelve a frenar en seco y, cuando menos lo esperan, saca la pierna, le da brillo a la bota y dispara desde fuera del área para matar a la pobre araña que vegetaba en el ángulo de la escuadra. Y encima, frente al Espanyol, el gol y la asistencia del título. Cada día te queremos más, Lamine.