
La ficción audiovisual ha cambiado mucho, pero hay recursos de narración que serán eternos. Pienso en uno: las trampas con queso (siempre apetecible) para ratones. Las conocimos, en diferentes versiones, al ver dibujos animados durante nuestra infancia. Puede que fuera ese momento de la vida en el que nos empezamos a sentir más listos que los demás. Porque si el ratón caía en la trampa nos parecía que era tonto... Y si el que caía en la trampa era el que la había puesto —algo bastante habitual para hilaridad del público infantil— nos parecía todavía más tonto. El delirio llegaba cuando, en el siguiente capítulo, con similar cebo y similar cepo, alguno de los protagonistas caía en la trampa. Otra vez. Quizás el discurso del que disponíamos con cinco, siete o nueve años no nos permitía elaborar una teoría al respecto, pero estoy segura de que pensábamos —mientras nos comíamos el bocadillo de Nocilla que ahora no nos darían para merendar— que a nosotros nunca nos la iban a dar con queso. Y de repente pasan unas décadas, ya no pones dibujos animados, ni siquiera enciendes la tele y no haces más que caer en una trampa tras otra.
A mí ya empiezan a dolerme los dedos por culpa de la pequeña mandíbula metálica de las trampas que tengo a mi alrededor. El móvil es una de ellas. Me obligo a mirar el tiempo de uso casi cada día y cada día me doy cuenta de que he caído en el engaño. Cualquier red social es otro cepo en el que te quedas atrapado durante más minutos de los que te puedes permitir para llenarte la cabeza de ruido y de necesidades innecesarias. Nos creíamos tan listos y al final nos dejamos atrapar por un pequeño aparato y un puñado de algoritmos. Menuda trampa.