
No parece probable que esos militantes y dirigentes del PP que un día se afiliaron a un partido de orden en el que los hombres se vestían por los pies entiendan qué está haciendo Ayuso. La presidenta de la Comunidad de Madrid se ha puesto a vivir en un registro muy útil para distraer sobre sus verdaderas intenciones, pero muy cabrón porque cada día le va a exigir un poco más. Cuando alguien desde una institución pide a la Unión Europea que intervenga y deponga al presidente de su país, acusa a una ministra de fumar porros, asegura que el Ejecutivo la quiere matar, convierte un insulto en un lema electoral y todo así, el siguiente escalón puede estar muy cerca del abismo. Soy capaz de ver a alguno de esos militantes del PP con las manos en la cara para ocultar un bochorno en diferido cada vez que Ayuso y sus disparatados registros dialécticos y corporales entran en escena.
Como muchos otros colegas del ecosistema populista en auge, Isabel Díaz ha entendido que la comedia puede ser un género político y que en un mundo de ciudadanos descreídos, en el que el dato ya no es de fiar, hacer reír al militante puede ser una garantía de activación electoral muy pertinente. Que se lo digan a Jácome en Ourense, por ejemplo, a quien muchos votan más por el lirili que por el lerele. Y esto es palabrita. Cada vez que Ayuso empuña el micro, el personal se frota las manos y se encomienda al guionista. Los residuos radiactivos que queden en el escenario, que los recoja el siguiente. Y si después de ella llega el caos, lo que nos reímos, que diría Gila. Esto es como cuando Rodolfo Chikilicuatre fue a Eurovisión para demostrar que el festival era un comistrajo. Con la descacharrante gamberrada de David Fernández se trataba de verle las costuras a un asunto que parecía menor. Los despiporres de Ayuso deberían hacernos mucha menos gracia. También a los suyos.