Réquiem por Palestina

Víctor Pedreira PORTAVOZ DE LA PLATAFORMA PARAR LA GUERRA

OPINIÓN

CON CHRONIS | EFE

09 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Llueve fuego sobre Palestina. Desde hace 20 meses, inmisericordemente, llueve fuego sobre Palestina. Todo es muerte y destrucción. Solo destrucción y muerte. Todos los días, y todas las noches, solo se escucha el estruendo atroz, insoportable, de las bombas y el llanto de los niños, en Palestina. También el llanto de las madres y el de ellos. Los viejos, en cambio, ya no lloran porque se les han secado los ojos de tanto llorar. No hay cáliz que contenga tan inmenso llanto ni psiquiatra que consuele tanto dolor. Porque, en Palestina, ya se ha dicho, ya no queda nada, solo destrucción y muerte. Devastación.

Los oscuros heraldos de la muerte no han respetado a nada ni a nadie en Palestina. Han ordenado destruir viviendas e infraestructuras necesarias para la vida. No han respetado ni siquiera hospitales, centros de salud, ambulancias, escuelas, ni mercados. No han respetado a los niños, ni a las madres gestantes; tampoco a los sanitarios, maestros ni periodistas, ni siquiera a los proveedores de ayuda humanitaria. Los pájaros, horrorizados, han huido ya de Palestina. Por eso, en Palestina ya no se escucha el canto de la alondra en primavera.

No hay palabras que den cuenta de este horror. Sobrecoge tanta devastación y uno solo puede recurrir a la voz de los poetas para expresarlo. Yo he querido reproducir aquí, parafraseándolas, prosificándolas y descontextualizándolas, las hermosas palabras de uno de los más bellos llantos de la poesía española, escrito por el poeta Federico García Lorca: «Aquí no quiero más que los ojos redondos para ver esos cuerpos sin posible descanso. Yo quiero ver aquí a los hombres de voz dura. Los que doman caballos y dominan los ríos: los hombres que les suena el esqueleto y cantan con una boca llena de sol y pedernales. Aquí quiero yo verlos. Delante de estas piedras. Delante de estos cuerpos con las riendas quebradas. Yo quiero que me enseñen dónde está la salida para este pueblo atado por la muerte».

El genocidio es la forma última, la expresión más elaborada de la crueldad humana. Y aquí sobra la palabra humana, porque la crueldad es una forma de agresividad que va más allá de la que es necesaria para la conservación de la especie. La crueldad se ensaña en la destrucción del otro; busca su humillación y practica la tortura para conseguirlo. Es una conducta perversa y aberrante, sostenida por el odio. Y, por ello, es esencialmente una conducta humana desviada.

Solo algunos, pocos, son capaces de ser crueles. Por eso, como nos dice Einstein, si «el mundo puede ser un lugar peligroso para vivir, no es por causa de los que hacen el mal, sino por aquellos que no hacen nada por evitarlo». Yo maldigo a los autores de este genocidio y aquellos que les ayudan y les amparan. Pero también siento desprecio por los que miran para otro lado, por los que apartan su mirada del horror y continúan afanados en su cotidianidad. Ellos son los tibios a los que se refiere la Biblia: «Puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca», dice el Dios de los cristianos (Apocalipsis 3:16). Y también a ellos se refiere Dante en La Divina Comedia. En efecto, en el Canto Tercero del Infierno, Virgilio acompaña a Dante a la Antesala del Infierno, donde sitúa a los neutrales en épocas de crisis moral. Virgilio le explica que los que allí están son los ignavos, «almas que en vida no hicieron ni el bien ni el mal por su elección de cobardía. Ellos tienen aquí una ínfima ciega vida, que hace que envidien cualquier otra pena. Son parias obligados a correr detrás de una bandera que no pertenece a ningún ideal, atormentados por los insectos que los persiguen sin descanso». El desprecio que Dante siente por ellos queda reflejado en el desprecio del propio Virgilio en su relato.

Es necesario posicionarse con firmeza contra la infamia, contra la atrocidad que se está cometiendo en Palestina. No podemos mantenernos al margen del horror. No podemos acostumbrarnos a ello. No podemos normalizarlo.

De no hacerlo así, la Historia nos juzgará. Y el día de la verdad, ese día de nuestro adiós definitivo, tendremos que dirigirnos al Dios de cada uno, e incluso al no-dios de los sin-dios, con ese Erbarme dich mein Gott (Señor, apiádate de mí) que da título a la mas bella aria de la más sublime obra del más grande músico de la historia de la humanidad: La Pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach.

Pero entonces, desgraciadamente, será ya demasiado tarde para todos.