Corrupción política y otras: el banquete de los insaciables

Jorge Sobral Fernández
Jorge Sobral PUNTO DE VISTA

OPINIÓN

MABEL R. G.

17 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada vez que la corrupción se apodera de la actualidad, el tratado que escribió en 1999 el doctor Luis Fernández Ríos (Psicología de la corrupción y de los corruptos) vuelve a ser libro de cabecera. La corrupción de antes y la de ahora se parecen como dos gotas de agua. Claro que se han producido cambios. Algunos factores culturales, los procedimientos en organizaciones e instituciones, los controles implementados, los mecanismos para evadirlos, han evolucionado. Pero hay algo que no ha cambiado y que nunca lo hará: salvo imprevistos evolutivos, la codicia y la avaricia seguirán con nosotros. Y la dificultad para entender a algunos que son presos de ambas, también. Si queremos conocer un poco mejor a muchos delincuentes «de cuello blanco», y entre ellos los que aprovechan sus posiciones de poder para beneficio privado, se hace inevitable encontrarnos de bruces con ese par de pecados capitales. La codicia, vinculada con estructuras tan poco etéreas como el núcleo accúmbeo de nuestros cerebros y su bombeo dopaminérgico, solo permite a sus protagonistas ser felices teniendo más, tener por tener, acumular. ¿Cuándo alguna gente tiene suficiente para sentirse satisfecha? La respuesta, no pocas veces, es que nunca. Buscar, depredar, transgredir, lo que sea necesario para conseguir más y más. Una investigación publicada por la Academia Nacional de las Ciencias de Estados Unidos (PNAS) aclaró mucho en su día este asunto. La pregunta era: ¿Quiénes están más dispuestos y/o habituados a tener conductas no éticas, inmorales, depredadoras, en aras de conseguir más dinero? Los resultados fueron muy concluyentes: aquellos que ya poseían un mayor nivel de recursos económicos, eran mucho más proclives tanto a ejecutar ese tipo de conductas como a justificarlas. Nada nuevo bajo el sol: «quien más tiene, más quiere». Quizás lo comprendamos todavía mejor recordando a León Festinger, quién explicó ya a mediados del siglo pasado cómo funciona la «comparación ascendente», un enorme surtidor de infelicidad y frustración perpetua. En pocas palabras: muchos de aquellos con rentas superiores al 90 % de la población se sienten fatal. ¿Por qué? Pues porque no se les ocurre compararse con esa inmensa mayor parte de la población: su referencia aspiracional son ese 10 % que tiene más que uno, maldita sea. Convendría darle una vuelta a este asunto: ¿cuándo dejó de ser cool conformarse con tener lo suficiente, cuándo eso se convirtió en síntoma de mediocridad? Y a la vuelta de la esquina espera la avaricia, recordando a Moliere, afilando su ánimo contable, asegurando que lo que la codicia consiguió no se eche a perder, crezca. Y como en tantas otras cosas, también es verdad aquí que hay notables diferencias entre unos individuos y otros. Las doctoras Moscoso y Navas (Universidades de Santiago y Zaragoza) prepararon algunos trabajos —en los que he colaborado— que inciden en que retratados minuciosamente un amplio grupo de reclusos condenados en España por delitos económicos, hay datos que dejan pocas dudas: a más temperamento manipulador y cínico, a más egocentrismo, y a menos capacidad empática, la tendencia criminal relacionada con asuntos de pasta se dispara. Y el desahogo moral de los autores les permite vivirlo sin mayores bochornos ni arrepentimientos. ¿Hay más de estos entre nuestros políticos que en la población general? No lo sabemos. En cualquier caso, hay una pescadilla que ya hace sangrar la cola: ¿cuántos y quiénes de entre los muchos trabajadores prestigiosos en sus profesiones aceptan hoy en día inmiscuirse en la política activa? ¿Por qué tenemos todos tan clara la respuesta? Pues más vale que nos lo hagamos ver, porque puede que nosotros no nos interesemos por la política, pero la política nunca dejará de «preocuparse» por nosotros. Mientras, reforcemos la educación, la ética comunitaria, mejoremos los controles, avergoncemos a los sinvergüenzas. Y usemos el Código Penal, con la dureza que corresponda, último recurso contra esas pulsiones malsanas y destructivas. Los buenos deberían hacer algo. Por ejemplo, «meterse en política», e inundarla de decencia.