
Don Pablos, el Buscón, se quedaría boquiabierto. Atónito por las vergüenzas públicas. Sus azarosas aventuras no llegan a la media parte de lo que el ilustre Francisco de Quevedo notificaría ahora en sus relatos, casi cuatro siglos después de su gran obra. Se cumplirán el año que viene, pero sigue tan viva como entonces. Ni un solo renglón hay de desperdicio. El Buscón de nuestro tiempo ha sustituido el sayo de anascote, con más remiendos que paño, por traje y corbata de hechuras de sastre. Bien repeinado y barbeado, no habla a gritos sino por móvil de alta gama para grabar a los compinches de negocios. No anda en caballería ni en carro ni a pie. En lo demás poco ha cambiado. Vean: «Corría el dinero como vino en taberna, y la honra como agua en río»... «En este reino no se hace carrera, sino a costa de dineros o favores»... «Y así vi que el mundo todo era pleito y mentira, y que la justicia se vendía al mejor postor»... «No hay vicio que no tenga capa de virtud, ni ladrón que no pase por caballero». Y hasta se sientan en las bancadas del Congreso de los Diputados. «Si me da dos obras de treinta y cinco, yo ahí consigo medio kilo, fácil», así se ferian los dineros públicos. La bolsa de la corrupción cotiza al alza. O metiendo dos papeletas sin que nadie lo vea. Vender lo que se tiene por secreto y sacarle cuartos a los embustes. Uno por otro y uno tras otro, los unos por los otros y el que más y el que menos. Tuercen la credibilidad de la gente y enfangan los asuntos públicos. El mobiliario ético carcomido por la polilla. Y el mundo, a bombazos sin compasión. Es difícil hallar refugio digno ante tanta inmundicia.