
Una característica de la sociedad actual es la de litigiosidad. Son tan constantes las críticas, los hostigamientos y las disputas que en la mayoría de los casos llegan a los juzgados. Se achaca este comportamiento a que la sociedad es más plural y a que convivimos bajo parámetros cada vez menos estandarizados. Es decir, predominio de una fuerte individualización y una disposición contraria a la aceptación de las tesis opuestas.
Antes admitíamos algo que era contradictorio, pero hoy lo cuestionamos y llevamos nuestros razonamientos hacia el extremo más distante. Por eso, en la actual sociedad surgen elevados niveles de fragilidad, inestabilidad e imprevisibilidad. En este sentido, aceptamos que las situaciones de futuro se pongan en cuestión; quebrando las lógicas del entendimiento y del diálogo fructífero entre las partes. Asimismo, se priman las decisiones y reacciones al instante e inmediatas, como si fuera un teclado donde hubiera que elegir entre 0 y 1. Y, en algunos aspectos, se roza el fanatismo.
Traducido en términos socio-políticos, la etapa actual se caracteriza por continuas controversias, por entornos plagados de conflictos y por elevadas dificultades para lograr consensos. Es decir, no fijamos objetivos, ni tampoco establecemos metas determinadas; sino que constantemente sobrevuela la indeterminación o el cómo salir de situaciones comprometidas; de ahí la dificultad de descubrir los objetivos estratégicos de ciertas organizaciones, ya sean políticas o económicas. En este sentido, se habla del cambio de los análisis horizontales a los verticales; o sea, pasar de aquellos donde el representante está al servicio de la ciudadanía, donde predomina la transmisión de ideas y se garantiza la participación en la elaboración de propuestas y elección de líderes; a los actuales, más verticalistas, donde ganan las autocracias y las actitudes más dictatoriales en las que no importan las visiones de futuro, sino la imposición de los criterios. En suma, asistimos a una competición entre representantes de manera descarnada, con resentimientos y sin contemplaciones.
Las actuales turbulencias, ya sean económicas, políticas o tecnológicas, diluyen los márgenes de responsabilidad. El sociólogo Michael J. Sandel, premio Príncipe de Asturias, argumenta que una gran parte de la sociedad asume la soberbia y sentimientos patrióticos como símbolos de control y poder; conformando una tribu a partir de la cual se configuran actividades en las que se prescinde de los mecanismos clásicos de intermediación y entroniza cualquier forma de jerarquía. La conclusión final es que apenas queda espacio y tiempo para escuchar y conversar. Cualquier decisión, e incluso pensamiento, es cuestionable. Si exponemos una tesis, la argumentación en contra se extiende rápidamente bajo forma de crítica, hostigamiento y polarización; como si quisiéramos evitar el diálogo y los lugares comunes. En suma, se traslada una imagen de constante lucha, de enfrentamiento y de conflicto.
Si pensáramos un poco en ello, nos daríamos cuenta que lo que menos necesita la sociedad actual es tensión, conflicto y ruido artificial. Y lo que se echa en falta es la utilización de la palabra y de las ideas para conformar una sociedad más vivible. Pero, para ello, es preciso poseer intermediadores; y, en algunos casos, no los buscamos, sino que, incluso, los eliminamos.