
La ordalía, o juicio de Dios, fue un método ancestral utilizado para dirimir la culpabilidad o la inocencia de un delito. Aunque hoy nos parezcan brutales, hay que contextualizar su uso en una época teocéntrica donde Dios lo sabía y lo veía todo; a falta de otras pruebas periciales, someter al reo a una ordalía era un método infalible, tanto para el tribunal (generalmente eclesiástico, aunque su origen se pierde en el tiempo) como para el acusado, que vivían bajo el mismo ojo omnipresente de Dios y cuyo veredicto resultaba inapelable para ambos.
No fue hasta las terribles epidemias de peste cuando el hombre dejó de esperar la intervención divina para librarse de esas pestilencias y comenzó a buscar la solución en el conocimiento, entrando en la época de la modernidad y el antropocentrismo, donde el hombre es la medida de todas las cosas. Desde la implantación del derecho romano y el progresivo laicismo de la sociedad ya no se estilan este tipo de juicios, pero en el imaginario popular siguen vivos y los vemos todos los días. La ordalía consistía en someter al acusado a una serie de pruebas físicas extremas. Si era inocente, Dios lo protegería y saldría ileso de ellas; si sufría graves lesiones o moría, se confirmaba su culpabilidad.
Una de las más famosas era la prueba del fuego, donde el acusado debía poner sus manos en el fuego, sostener un hierro candente o caminar sobre brasas. Si no sufría quemaduras o estas sanaban rápidamente, se le consideraba inocente. De esta práctica proviene la expresión poner la mano en el fuego por alguien, tan de moda estos días de juicios terrenales
Las ordalías dejaron de ser una cuestión divina para ser una suerte de íntimas supersticiones en las que es el propio sujeto quien arriesga la salud, el honor o la vida, sometiéndose a pruebas frente a las cuales se cree invulnerable. Una suerte de ruleta rusa donde la bala nunca lleva su nombre.
Las sobredosis de todo tipo de sustancias, las prácticas sexuales de riesgo, el cinturón de seguridad o algunos deportes extremos son ejemplos de cómo el ser humano puede someterse a pruebas de ordalía convencido de que saldrá indemne de ellas, algo poco racional, pero propio de esos vestigios mágico-primitivos que atesora nuestra mente.
Obviamente, el entramado de corrupción que se está desvelando es una analogía en la que los protagonistas se la jugaron creyéndose invulnerables y una ordalía vicaria por parte de los dirigentes del partido que se sometieron voluntariamente al juicio, otrora de Dios, hoy de la gente. La ordalía del santo Cerdán y compañía no ha salido bien y muchos se han abrasado las manos y el crédito político.
Es lo que tiene jugar con fuego.