
La de las Medallas de Oro de Galicia es una ceremonia que se celebra anualmente en la Ciudad de la Cultura del monte Gaiás, que mantiene su inquietante aspecto distópico y por donde uno espera cruzarse con muertos vivientes —y a veces ocurre—. Al acto acuden las fuerzas vivas bajo rigurosa invitación. Y a mí, como a Charly, el niño de la fábrica de chocolate de Roald Dahl, me tocó una. O sea que allá me fui con mi mejor talante. Los premiados, además de la princesa Leonor, de lo que ustedes ya tuvieron noticia, fueron dos alcaldes portugueses, el de Oporto y el de Braga. En eso ahora hemos mejorado mucho porque Fraga Iribarne otorgaba más de treinta: tres de oro, doce de plata y veinte de bronce. ¿Se imagina usted que le concedan una medalla de bronce? El honor pasa a ser una ignominia. En aquellos tiempos, entre los premiados y sus familias llenaban todo el aforo del Auditorio —que lo del monte apenas comenzaba las obras—. En fin, en el acto a las fuerzas vivas nos sentaron a cada una en su sitio, y uno se dio cuenta, allá al fondo, de la poca vida que le queda. Los alcaldes hablaron y hablaron bien, ambos un poco sorprendidos de su premio, y el presidente Rueda también, aunque —emulando a Feijoo— balancea la cabeza, qué le vamos a hacer. Al final un más que dudoso himno gallego. Una vez servido el vino y el pincho, lo justo para llegar a comer a casa, salí del inmenso edificio y recordé las pirámides de Giza. Y pensé en lo a gusto que estaría allí enterrado don Manuel.