En Galicia celebramos el Carmen y el Corpus cuando nos peta, y me parece muy bien. Julio y agosto son meses de fiestas, es decir, de celebrar la alegría de los reencuentros, algo especialmente sentido durante las diásporas migratorias: venían unos días los de Buenos Aires o los de Venezuela, las carreteras se llenaban de matrículas de otros países europeos que nos traían parientes de Suiza, de Alemania, de Francia, de Holanda incluso. Pero también venían los de Avilés, los de Bilbao y los de Barcelona. La alegría de estar juntos, la fiesta, pierde gracia —nunca mejor dicho— si falta el motivo trascendente, supongo que de ahí vienen esos Corpus de julio en tantos pueblos, o la celebración en serie, pueblo a pueblo, de la Virgen del Carmen, como si no quisieran gastarla en un solo día, en una única procesión en el puerto, en una romería aislada, como si se sintieran obligados a dar muchas veces las gracias a la patrona. Pero también, quizá, para que todos los que vuelven en verano puedan tener una segunda oportunidad si se perdieron la de su pueblo. No sé. Decía Pieper, el filósofo alemán, que una fiesta es mucho más que interrupción del trabajo o mera diversión: expresa nuestra cultura mejor que ninguna otra manifestación, porque en el ocio saltamos por encima de lo obligado, buscamos el exceso, para subrayar las querencias. Y todo esto se agranda en las fiestas, especialmente en las de Navidad y en las patronales. Por eso las deseamos tanto.
Leía ayer que los chavales de la generación Z miran con envidia las fiestas de quienes les precedieron. Ahora las organizan mejor, con aplicaciones digitales específicas, pero sienten que no son tan alegres como las de los jóvenes anteriores. Se referirán a otras.