Se nos ha prohibido ser intensos. Se nos ha dicho que sentir mucho es sentir mal. Que quien ama demasiado asfixia, que quien se emociona pronto es débil, que quien muestra afecto sin medida es sospechoso. Nos hemos acostumbrado a traducir el cariño en silencios y a disimular las ganas en excusas. El mundo parece preferir relaciones templadas, mensajes sin respuesta, caricias medidas. La intensidad asusta, nos dicen. Pero ¿y si lo que da miedo es el reflejo de lo que no nos permitimos sentir? En esta época de vínculos que se deshacen con un me agobias o un «no eres tú, soy yo, que necesito espacio», ¿quién se atreve a decir te echo de menos sin parecer desesperado? ¿Cuándo se volvió tendencia la frialdad? ¿Es ese el precio de encajar: tragarse el impulso, domesticar el afecto, fingir desinterés? Si amar de verdad es un exceso, prefiero el exceso a esta indiferencia estética que nos vacía. Coloma Campos. Vigo.
Están hundiendo el campo
Hace pocos días, un joven agricultor aragonés, voluntario en la dana, se quitó la vida. En su despedida dijo que no podía seguir trabajando 18 horas al día sin poder vivir. Señaló la falta de apoyo institucional, la presión fiscal, las multas, las normativas imposibles y la nula rentabilidad. Su caso no es único: el campo está al límite. Mientras, se arrancan olivos centenarios para instalar placas solares. Una transición energética que ignora y arrasa la vida rural no es sostenible. Lola Arpa. Peratallada.