
En 1991, durante la primera Guerra del Golfo, el ministro belga de Exteriores, Mark Eyskens, acuñó un célebre aforismo: «Europa es un gigante económico, un enano político y un gusano militar». Lamentaba que la aún llamada Comunidad Económica Europea —a las puertas de Maastricht— siguiera anclada en su condición de mercado común, sin rumbo claro hacia una política exterior conjunta ni papel relevante en defensa. Tres décadas después, la metáfora roza lo literal. El gusano ya no solo se arrastra; se humilla. Y el enano ha encogido.
Trump lo advirtió en abril: «Los países me van a besar el culo». Y los líderes europeos parecen haber tomado nota. Tal vez sea, efectivamente, la única estrategia viable con este hombre: humillarse, decir «sí, bwana», fingir entusiasmo. Halagos desmesurados, genuflexión estratégica y compromisos tan genéricos como imposibles de cumplir, con plazos lejanos y que salga el sol por Antequera. El caso es que Trump regrese al avión convencido de ser el puñetero amo.
Maquiavelo advertía que los aduladores eran veneno para el poder. Aconsejaba al príncipe rodearse de voces capaces de decir la verdad, por dura que fuera. Trump niega a Maquiavelo. Su combustible es el halago ridículo, la lisonja infinita. Nada de esto es nuevo. Polonia quiso llamar Fort Trump a una base militar. Israel fundó Trump Heights en el Golán. Y el japonés Shinzo Abe lo nominó al Nobel por un acuerdo con Corea del Norte que nunca se materializó.
En ese nutrido catálogo de servilismo estratégico, nadie ha llegado tan lejos como Mark Rutte. En la cumbre de la OTAN de junio, en La Haya, el secretario general asumió con entusiasmo el rol de Ambrosio, aquel chófer impecable de los anuncios de Ferrero Rocher, eficaz servidor de los caprichos de su jefa: llamó a Trump «papá», lo felicitó por los bombardeos a Irán, le envió sonrojantes mensajes privados, que dejaron de serlo cuando el propio destinatario decidió airearlos con regocijo… Pero, a la hora de la verdad, nada de nada. Trump llegó a Europa con la misión de que los aliados dejasen de parasitar el esfuerzo militar estadounidense, y se fue con un vago compromiso de inversión del 5 % del PIB, no vinculante, a diez años vista y que varios países ya han dicho que es imposible cumplir. Con las manos vacías. Pero contento.
El domingo volvió a ocurrir. Aunque se ha consolidado la narrativa de que Von der Leyen se rindió y Trump consiguió lo que quería, el tiempo va reescribiendo el relato. La escena fue de nuevo humillante: la presidenta de la Comisión tuvo que volar a uno de los resorts de lujo que Trump posee en Escocia, esperar a que terminara de jugar al golf con su hijo, repetir como un loro la letanía trumpista de que el comercio entre ambas potencias está desequilibrado. Pero si vamos a la chicha, nada. Como explicó Paul Krugman en su newsletter, Bruselas prometió una inversión de 600.000 millones de dólares que no puede garantizar y la compra de 750.000 millones en energía estadounidense que no podrá cumplir. Ni hay marco legal, ni infraestructura, ni lógica económica que lo sostenga.
Tampoco en el terreno más delicado, los aranceles, hay claridad. Habrá sectores que sufran, sin duda. Pero a día de hoy no existe un texto común que explique qué se pactó en Escocia. El secretario de Comercio estadounidense, Howard Lutnick, admitió que «aún queda mucho por negociar». Y la orden ejecutiva firmada por Trump el jueves solo ha servido para aplazar una semana más la entrada en vigor de las nuevas reglas comerciales. La fórmula funciona. Trump regresó a casa con el ego intacto. Y Europa ganó tiempo. El justo para poder irnos de vacaciones.
UN LIBRO
The Room Where It Happened, de John Bolton (2020). El libro de memorias del exconsejero de Seguridad Nacional. Una mirada desde dentro sobre cómo Trump tomaba decisiones de política exterior: egocéntricas, volátiles, centradas en la apariencia de victoria más que en el contenido.