
Uno cae en el verano como cae Alicia por el árbol hacia el lejano y absurdo País de las Maravillas, o como entra el Dante en el purgatorio. El verano, en realidad, parece una caricatura de la vida. Es el tiempo de lo mejor y de lo peor, donde la gente se divierte desaforada, como en una huida hacia delante, como una carrera hacia el precipicio, que termina llamándose septiembre y no es para tanto. Donde también los matrimonios se rompen, los amores adolescentes acontecen despiadadamente y los amigos son para siempre, aunque duren poco más de una semana. Es el tiempo de los incendios, de los más trágicos accidentes de circulación, de los envenenamientos masivos, de los ahogados en las playas. Y de las partidas de dominó. Mis veranos eran, antes, por las mañanas, las playas: santa Cristina, Bastiagueiro; eran barquillos en el parque y helados de la Ibense, películas en el Rosalía los días del calabobos. Los veranos eran animales domésticos. En los que uno vivía una modesta e infantil felicidad inofensiva. Ahora son bestias feroces que no atienden a razones y embisten y cierran sus fauces en una pareja joven que choca contra un conductor eufórico o un niño aventurero que es arrebatado por las olas, o su padre, que intenta rescatarlo. Dragones que queman, destruyen. Y a lo lejos, bajo la noche estrellada, se oye la música de la verbena: así se enamoraron papá y mamá...