
La flor posee cualidades retóricas de rango superior. Hay flores que se convierten en música. Otras adornan los amores más preciosos. Algunas se convierten en gerifaltes, halcones gigantescos, que sobrevuelan el mundo: poderosas. Las flores dieron nombre a una de las ciudades más hermosas del planeta: la que siempre florece y prospera. La bella. Hablo del lugar que perturbó a Stendhal. Cuando en 1817 visitó la basílica de la Santa Cruz vivió una experiencia singular. Lo contó en Roma, Nápoles y Florencia, un libro excelso que nada tiene que ver con las típicas guías viajeras: aburridas y reiterativas. Muchos dicen que el libro forma parte de la ficción, y no del detalle cierto de la biografía de Stendhal. Qué importa eso. Las sensaciones que nos aporta en su relectura son propias de una pluma privilegiada, un maestro. A mí siempre me sorprendieron las historias amorosas que cuenta el autor en esta obra delicada, primorosa. Las pone en boca de sus colocutores italianos. Probablemente nunca existieron esos seres. Sin embargo, la imaginación del maestro los hace reales, perceptibles y manifiestos. Igual de manifiesta es la angustia que narra Stendhal en la Santa Cruz. Se conmueve al hallarse ante las tumbas de Maquiavelo, Galileo o Miguel Ángel. El peso del pasado se mezcla con la magnificencia y perfección de la basílica. Se siente ansioso, agotado, mareado. El corazón se dispara y debe salir a tomar aire. Desde entonces su respiración no será la misma: para siempre estará impregnada por la belleza. La belleza de Florencia. La belleza de lo que siempre florece.
He escrito muchas veces que Galicia semeja el edén. O un edén distinto y diferenciado, impar y místico. La Galicia floreciente se adorna en verano con luz rutilante. Los atardeceres, en las costas escarpadas del oeste, parecen la frontera de entrada al paraíso (siempre pensé que cuando el sol azafranado se acuesta sobre el mar se produce un milagro). Todo es hospitalidad y abrazos: un combate contra el infortunio. A este país no queda más remedio que amarlo. Y mimarlo, también. Duele que los miserables sigan plantando lumbre año tras año. Pero tarde o temprano pagarán por lo que hacen. Pagarán porque esta tierra existe para ser lisonjeada, halagada, acariciada. Galicia camina. Avanza como nunca antes ha avanzado. La pasada semana los tribunales nos dieron la buena noticia de los eólicos; además, industrias potentes, que ofertarán miles de puestos de trabajo, se radicarán en nuestra geografía. Se ha aprobado el techo de gasto, que por primera vez sobrepasa los catorce mil millones de euros. Seremos los primeros en tener presupuestos, es decir, sabremos cuánto se puede gastar y en qué. Comparar nuestra situación con otra bien distinta sería baladí. Por tal motivo no voy a escribir ni una palabra del actual Gobierno de España. La elusión, a veces, resulta terapéutica: si escribo de la Galicia floreciente, cualquier otra intención sería obscena.