
De pequeñitas sabíamos que insultar estaba feo. Podías sucumbir a un imbécil, pero si sucedía había que respetar unas reglas de tono y saturación y admitir que cada vez que disparabas un pendejo manifestabas una debilidad. Había grados, claro, y edades para emplearlos, una gama que arrancaba con el básico tonto y culminaba en el áspero gilipollas. Había también jerarquías históricas, entre el bujarrón homófobo que Quevedo le dedicó a Góngora; el inocente e industrial cabeza de buque o los encantadores, por clásicos, tontalaba, meapilas, mentecato, mastuerzo o lechuguino. La lista es tan suculenta como infinita, porque el insulto se presta al préstamo y al neologismo, al boludo, al cayetano, al fodechinchos; admite incluso la polisemia por el tono y la reasignación y aquí está el zorra que las mujeres nos hemos quedado o el maricón dicho siempre entre iguales.
Pero, por algún motivo, el insulto de este verano es hijo de puta. Se jalea en verbenas y fiestas de guardar; en conciertos de Magán; en la velada de Ibai; en un concierto de los Flamen Kings, en Trigueros, Huelva, y entre algunos seguidores de la Selección de fútbol, tan prestos a veces a las berreas como agarraos con las sutilezas. Hay también adaptaciones de ese hdp, como la de la bandera que paseó por una plaza de Huesca un torero llamado Escribano que optó por ir al grano, fumarse el Código Penal y exigir «Sánchez a prisión». Para qué más vueltas. Luego dijo que no tenía intención y que el trapo se lo colaron. Pero sí, menudencias al margen, el insultado es siempre el presidente del Gobierno y la cosa le hace mucha gracia a mucha gente, incluida la oposición. Hay muchas cosas que decirle a Pedro Sánchez, pero ese hijo de puta inquieta a la pequeñita que todos deberíamos conservar dentro.