
Por primera vez en mucho tiempo, el conflicto en Ucrania parece abrir una rendija hacia la paz. No se trata de un avance definitivo, pero sí de una oportunidad inédita que merece atención. El impulso no ha llegado precisamente de Kiev ni de Moscú, sino de Washington, donde Donald Trump, movido por su peculiar mezcla de egocentrismo y ambición internacional, ha decidido jugar la carta de la diplomacia. Sea por cálculo político o por ansias de protagonismo, lo cierto es que su movimiento ha colocado sobre la mesa una alternativa al estancamiento bélico.
Sin embargo, las condiciones conocidas hasta el momento muestran que el camino hacia un acuerdo será arduo. Rusia insiste en la cesión formal del Donbás, algo inasumible para el presidente Volodímir Zelenski. No solo porque políticamente resultaría difícilmente justificable aceptar la pérdida de un territorio que forma parte del imaginario nacional, sino también por razones estratégicas: Ucrania ha invertido enormes recursos en fortificar la zona que aún controla, y Rusia, pese a sus avances, carece de un dominio completo sobre ella. Una cesión formal equivaldría a reconocer la derrota sin que, a su vez, Moscú tenga en sus manos una victoria real.
De ahí el peligro de un «cierre en falso»: un acuerdo que, en la práctica, no resolvería el conflicto. Kiev —y la opinión pública ucraniana— podría seguir reclamando la devolución del territorio, mientras que Moscú podría aspirar a nuevas conquistas para dar solidez a su posición. La paz firmada en papel correría el riesgo de convertirse en una tregua inestable, tan frágil como reversible y, desde luego, sería improbablemente asumida por la ciudadanía de ambos países.
Sea como fuere, Europa, esta vez, no se limita a la condición de espectadora. La capacidad de influencia sobre Zelenski le otorga un papel que en otras fases del conflicto estuvo más diluido. Y Trump, pragmático en su estilo, ha entendido que sin la mediación europea no habrá avances sustanciales. Por el contrario, España, atrapada en su propia inestabilidad política y en horas bajas en las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, ha quedado al margen de estas conversaciones. Una ausencia que debilita nuestra posición internacional en un asunto de enorme trascendencia geoestratégica.
Volviendo a la posibilidad de llegar a un acuerdo efectivo, ello traería consigo la necesidad de revisar las sanciones contra Rusia y de abrir espacios de diálogo reales, retomando la vía de la diplomacia y de la cultura de paz que tantas veces hemos reclamado desde estas líneas, pero requeriría también gestos de Moscú. Entre otros, dejar de alimentar el nacionalismo como motor de su política exterior y reducir el miedo hacia Occidente que utiliza para justificar su expansión.
Pese a que este giro en la dinámica geopolítica invite al optimismo, conviene subrayar que la situación sigue marcada por una volatilidad extrema y el cese de la guerra, aunque imaginable, no está asegurado. Por ahora, solo se trata de una promesa en el horizonte, tan esperanzadora como incierta, que nos lleva a desear que esta vía de paz de difícil concreción sea un ejemplo con capacidad de irradiarse hacia otros escenarios de conflicto, como Oriente Medio.