Incendios: la economía de un problema terrenal

Santiago Calvo
Santiago Calvo DOCTOR EN ECONOMÍA

OPINIÓN

Santi M. Amil

22 ago 2025 . Actualizado a las 16:40 h.

España y, en particular, Galicia conviven con incendios cada verano. El clima importa, pero la economía explica por qué arde más y por qué apagar sale caro. La combinación de despoblación rural, abandono de usos agrarios y bosques más densos y continuos supone más material seco disponible y más frente de llama. Cuando el territorio pierde actividad, se pierden manos que limpian, vigilan y aprovechan el monte.

El fuego, desde la economía, es una mezcla de externalidades (el humo y el CO2 no respetan linderos), bienes de uso común (el monte compartido) y fallos de coordinación. Aquí encajan las ideas de Elinor Ostrom: reglas simples acordadas cerca del terreno, monitorización por la propia comunidad, sanciones graduales, resolución local de conflictos y cooperación entre niveles de gobierno. No es ideología, es ingeniería institucional para que las cosas funcionen con recursos finitos.

Hay dos conceptos clave que conviene dejarlos claros. Por un lado, las discontinuidades, que son cortes intencionados en la alfombra de vegetación para que el fuego no corra sin freno: cortafuegos limpios, claros en el bosque, pequeños parches de pasto o cultivo que rompen masas continuas. Por otro lado, la carga de combustible retirada, que es quitar lo que arde rápido: matorral, ramas bajas, árboles muertos y hojarasca; puede hacerse con desbroce, podas, pastoreo dirigido o sacándolo como biomasa.

La prevención es rentable porque reduce la probabilidad de incendios extremos y, cuando ocurren, abarata su extinción. Los costes de una campaña de extinción espectacular en agosto suelen superar lo que costaría mantener mosaicos productivos todo el año. Además, una economía rural viva genera ingresos que hacen sostenible ese mantenimiento sin depender solo del presupuesto público.

¿Qué hacer, de forma sencilla? Primero, pagar por monte limpio y verificable. Contratos plurianuales con comunidades de montes, cooperativas y empresas que cobren por hectáreas con discontinuidades activas (cortafuegos, clareos, puntos de agua) y combustible retirado, con revisiones anuales fáciles de comprobar. Se paga por resultados, no por horas.

Segundo, pastoreo extensivo como servicio de prevención. Cabras y ovejas no tienen máster, pero son excelentes gestoras del matorral. Primas por zonas de alto riesgo y calendarios de pastoreo dirigido que mantengan baja la carga de combustible, con menos burocracia y cercados móviles donde convenga.

Tercero, mosaico que frene el fuego. Pequeños incentivos a cultivos, pastos o plantaciones mixtas en franjas estratégicas, para evitar masas continuas de combustible. Simplificar trámites para aprovechamientos madereros y de biomasa en clareos y podas, de modo que la prevención tenga salida económica.

Cuarto, responsabilidad en la interfaz urbano-forestal. Bonificaciones en IBI o en el seguro allí donde haya fajas perimetrales limpias, depósitos de agua y planes vecinales de emergencia; sanciones graduales si no se cumple. Quien reduce el riesgo, paga menos.

El resumen operativo cabe en una línea: menos combustible + paisaje en mosaico + reglas locales con incentivos. Con esa tríada, los incendios son menos intensos, la extinción es más segura y el monte deja de ser un pasivo para convertirse en un activo económico. La buena noticia es que no hace falta inventar nada: hace falta hacerlo cerca del terreno, con cuentas claras y constancia.