
La ola de incendios de agosto ha dejado al descubierto un defecto de fábrica del Estado autonómico: la «responsabilidad difusa». En un entramado de competencias solapadas y compartidas, el incentivo político es claro: si sale bien, fue mérito propio; si sale mal, la culpa es del otro. Por eso la pregunta incómoda no es técnica, sino institucional: dada la magnitud de la catástrofe, ¿por qué no se decretó la emergencia de interés nacional?
La experiencia reciente sugiere que, ante crisis complejas, la administración multinivel se convierte en un ring de reproches. Pandemia, danas, crisis migratorias o los fuegos de este verano han mostrado un patrón: discusiones públicas sobre «de quién es la competencia» que ralentizan decisiones y confunden al ciudadano. En términos de comunicación política, se transmite que el sistema no funciona, que la propia arquitectura multinivel es una traba para afrontar emergencias.
Más allá de la percepción está la norma. La Ley 17/2015 del Sistema Nacional de Protección Civil detalla cuándo una emergencia exige dirección nacional: cuando afecta a varias comunidades y requiere recursos supraautonómicos. Y precisa, además, quién debe declararla: el ministro del Interior. No hablamos de una opción política difusa, sino de una competencia concreta con nombre y apellidos. En agosto, con incendios simultáneos y de gran escala, esa declaración «ni siquiera estuvo sobre la mesa». La consecuencia es obvia: si no se activa el mando único, la cadena de mando se diluye y con ella la rendición de cuentas.
¿Por qué no se hizo? Porque declarar la emergencia nacional concentra la responsabilidad y acota el espacio para el escapismo. Implica fijar una dirección única, protocolos comunes, métricas de desempeño y, al final, un parte de resultados auditables. No declararla permite el juego del equilibrista: el Gobierno central apoya sin asumir el coste de la gestión directa; las autonomías gestionan sin una coordinación vinculante y con margen para acusar de insuficiencia al nivel superior.
La solución no es recentralizar, sino fijar reglas claras y responsables visibles: umbrales automáticos —superficie quemada, incendios simultáneos entre comunidades autónomas y saturación de medios— que obliguen a declarar la emergencia nacional; «cuentas de mando» con registro público en tiempo real de decisiones, responsables y recursos, y evaluación posterior de tiempos y resultados; financiación que premie la prevención y sancione la improvisación; y comunicación unificada: una única voz técnica y mensajes políticos solo con datos cerrados.
El Estado autonómico puede funcionar muy bien cuando reparte poder y también responsabilidad. Pero si la arquitectura se usa para eludir el coste político de decidir, se degrada en un laberinto de espejos. En emergencias, la ciudadanía no necesita adivinanzas competenciales; necesita dirección clara. Si a nadie «le corresponde», a nadie se le exige. Y cuando el monte arde, la responsabilidad no puede evaporarse como el humo.