Poupette era una señorita elegante que regentaba una tienda de flores. De figura menuda para ser cruce de una beagle y de todo un galgo, recibía con santa paciencia a los centenares de niños que salían de los colegios cercanos y que se obstinaban en tocarle la cabeza a pesar del cartel que advertía de que a ella no le gustaban ese tipo de atenciones (como a una tía mía altiva y distante, que se prevenía contra los sobrinos y sus labios pringosos). Tenía unos ojos inmensos que le servían de poco por algún glaucoma pertinaz, pero que le conferían un aire soñador, como si fuera una perra enamorada. Hace ya unos cuantos años que sus dueños instalaron sus flores invernales y sus plantas jurásicas en el bajo de mi casa para elevar la calle a la categoría de una comedia de Woody Allen, y le llamaron En el nombre de la rosa, casi como la novela de Umberto Eco o como el poema de Gertrude Stein: A rose is a rose is a rose (que es otra manera de decir, como Juan Ramón, ¡no le toques ya más, que así es la rosa!). Ahora la florería y su pequeña selva, los metros de acera que la rodean, los vecinos del edificio, los clientes del Sanbrandán y los de la tienda de las olas, en fin, los centenares de niños que la saludaban mientras devoraban sus meriendas aparatosas, todos nosotros, la vamos a echar mucho de menos. Y si hubiera un paraíso de perros, Poupette merecerían andar trotando como un cachorro con la vista viva y el corazón caliente. Aunque siguiera sin gustarle que le tocasen la cabeza.